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Un viaje de ida y de vuelta (I)

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 22 de junio de 2016, 08:52h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente
Érase una vez un pueblo en el que sus vecinos se sentían orgullosos de pertenecer al mismo, en el que sus vecinos cumplían a rajatabla esa proclama de “ora et labora”, o de “labora et non ora”, o de “ora et non labora”, pero se sentían, en definitiva felices en el discurrir de sus días y sus noches, pues la camaradería, la solidaridad y las buenas relaciones entre unos y otros eran su bandera y lo que les hacía reconocibles ante cualquier otra comunidad. Era un pueblo humilde, pero a la vez orgulloso de sus señas de identidad, de su pertenencia a un colectivo modélico que les diferenciaba de cualquier otro colectivo, pueblo o ciudad.
Bien es cierto, que su escaso patrimonio urbanístico, resultado de hachazos irreductibles al mismo, unas veces por ignorancia, otras por voracidad crematística, y muchas por conjugación de ambas, habían dado como resultado una merma importante en lo que de preservación y protección de ese patrimonio debía ser exigido a una colectividad en la que la cultura, la sensatez y el sentido común primaran sobre esas otras aberraciones y tentaciones en las que el hombre, considerado en su desnudez de inteligencia y cerebro, acostumbra incurrir, consecuencia de ese resultado de esquilmación de lo bello, de lo cultural, del arte, en definitiva, objeto de respeto y preservación, no sólo para los coetáneos, sino también para los que han de venir después, es decir, para las futuras generaciones, a las que es obligado, por ley divina y humana, dejar una herencia que sobre todo sea la prueba de dónde venimos y marquen el camino hacia el futuro, todo ello en consonancia con el respeto y la defensa de la libertad individual y colectiva, que sirvan de recuerdo grato y placentero de nuestra memoria, y ello por los siglos de los siglos, amén.
Pero hete aquí, como hemos dicho, que esa ceguera y esa avaricia por lo material y por el bien propio económico y la brusquedad en la ruina de lo colectivo, hicieron que ese pueblo perdiera innumerables señas de identidad de su pasado, quedando reducidas las mismas a un mero testigo de lo que fue y de lo que podría haber sido si se hubieran respetado ese patrimonio y esa cultura a favor de nuestros sucesores. Prueba de ello es la aberrante actuación que, paulatina y constantemente, se fue llevando a cabo sobre las clásicas edificaciones que un día no muy lejano configuraron una de las arterias principales de ese pueblo, llamada calle Ancha, hoy dividida en dos tramos, uno que parte del Altozano, llamado calle Marqués de Molins, y otro correlativo a éste, llamado calle de Tesifonte Gallego. Pues bien, ahí la piqueta gozó de libertad absoluta para demoler edificios singulares, de un valor neoclásico que bien hubieran querido para sí otras muchas ciudades de nuestro contorno. Pero, repito, esa ceguera, ese amor por lo material y el dinero, en connivencia con la ignorancia, la estulticia, la indolencia y, ¿por qué, no?, la prevaricación de quienes a lo largo de nuestra pequeña historia han sido los gobernantes, lo que se llama la autoridad competente, fueron dando al traste con lo que de protegible era de esperar de tan altos mandamases.
Bien es cierto, también, que en estas cosas siempre ha habido una discreción, a veces insultante y casi delictiva, por parte de quienes han regido y rigen los destinos de este pueblo, tanto en lo que a las personas se refiere, respecto de su vida, como al patrimonio de las mismas, y las cacicadas se han sucedido como se enredan las cerezas en un cesto y el “por ser vos quien sois” ha abierto la mano para ciertos prebostes y la ha cerrado, a cal y canto, para quienes simplemente somos miembros de lo que nuestros gerifaltes consideran mera chusma, ciudadanos de a pie, cuyo destino no es otro que pagar, sí o sí, y obligados a pasar por el aro, porque de los mismos no se puede esperar favores inconfesables.
Así, en este deambular, nos encontramos con un Catálogo de Bienes Protegidos, en el que la mayor protección que se ha dispensado a una ingente cantidad de edificios ha sido precisamente lo contrario, es decir la desprotección. No hay más que fijarnos en la calle de La Feria, otra calle emblemática de la Ciudad de Albacete, en la que la actuación de la autoridad competente ha dejado mucho que desear, pues si repasamos ese Catálogo, encontraremos muchísimos edificios en los que la protección ha brillado por su ausencia. ¿Motivos? ¡Ay, esta es la respuesta del millón! Pero todos los intuimos. Mientras que, por el contrario, sobre otras propiedades se ha actuado y se actúa con mano de hierro, “manu militari”, quizás por no estar incluidos sus propietarios en esa categoría antedicha de “por ser vos quien sois”. Habría tela marinera para rellenar unos cuantos folios, bastantes diría yo, si se hiciera una investigación a fondo y se sacaran a la luz, con taquígrafos incluidos, las razones y las causas que han llevado a abrir la mano respecto de ciertos edificios, muchos de los cuales dignos de protección y que han dado al traste con ese Catálogo dejando a la ciudad huera y vacía de todo vestigio digno de protección. Ítem más, habría que indagar a ver quiénes han sido los sagaces sabios o técnicos que han incluido en el Catálogo esos edificios dignos de protección, que no han sido sino los que han sido beneficiarios de la redacción de los distintos Planes de Ordenación Urbana, en los que sistemáticamente, a mi juicio, se han laminado y vulnerado derechos fundamentales de los ciudadanos que, en un momento determinado, han visto minusvalorada sus propiedades por la arbitrariedad de quienes redactaron esos Planes. Tratan de justificar esa actuación, lavándose las manos como Pilatos hizo ante Jesucristo, diciendo que los distintos Planes han sido objeto de publicidad en los distintos boletines oficiales existentes al uso. Mas yo me pregunto, ¿debe un ciudadano de a pie estar pendiente de cualquier boletín oficial en el que se publique su pérdida de derechos o restrinja el uso de los mismos?. Parece  que esto contradice el más mínimo principio de racionalidad, porque, en definitiva, si esos Planes aumentan mis derechos y mis prerrogativas, bienvenidas sean la opacidad que, en definitiva suponen esas publicaciones, pues acaban siendo un beneficio para el ciudadano, mas en el caso de caso contrario, valga la redundancia, es decir, cuando se restringen, cuando no se esquilman los derechos del ciudadano, ¿no parece razonable, de acuerdo con la Ley de Leyes que es nuestra Constitución Española de 1.978, que hubiera de haber habido una comunicación personal, a fin de que el perjudicado pudiera alegar lo pertinente al respecto?. Porque, reclamando esos derechos, la respuesta de la Administración, a través de sus técnicos y de sus cargos electos, es la del millón: “Vd. debió haber hecho alegaciones cuando el plan se publicó en tal o cual boletín oficial”. Bonita forma de hacerse el loco, salirse por la tangente y causar un perjuicio irreparable a ciertos ciudadanos concretos.
Es que, incluso, yo voy más allá: si por cualquier circunstancia una propiedad privada hubiera de ser objeto de restricciones en cuanto a su libre disposición, por los motivos que fueren, en beneficio de una colectividad, ¿no es lógico que esa colectividad pague el precio por mantenerla indemne? ¿Por qué un ciudadano en particular ha de ver mermados sus derechos en beneficio de la colectividad sin que se le resarza el valor de mercado de su propiedad, que a la postre y en definitiva lo van a disfrutar todos sus conciudadanos?. Y que no me vengan con la milonga de “compre Vd. vuelo de la Central Contable”, que pareciera que el vuelo de este solar alcanzara el cielo infinito, y, chirría que, si en un lugar concreto se han limitado las alturas, por el arte de birlibirloque de pagar, esa restricción pueda saltarse a la torera. Poco seria y de muy poca vergüenza parece esta solución.
MIGUEL ÁNGEL VICENTE MARTÍNEZ
22 DE JUNIO 2.016
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