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Mi reloj

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 11 de septiembre de 2019, 13:22h

Está claro, por demostrado, que el ser humano nace, vive y muere y que todo ese periplo, desde el nacimiento hasta la defunción, constituye lo que solemos definir como la “vida” de una persona, desde su inicio hasta su final, y el principio, en principio, valga la redundancia, es inesperado, o sea, que viene por mor de la concepción, sin que antes exista persona alguna sino en la mente de sus progenitores, cuando han decidido iniciar el rito de dicha concepción o, por azar, cuando esa concepción es causa de un despiste o fallo. Ese reconocimiento del ser nuevo que se avecina o intuye tras quedar embarazada la futura madre, empieza desde el momento en que tal evento es conocido y comprobado por sus progenitores, que es cuando se empieza a pensar y a tener en cuenta el nuevo ser que se ha creado y que viene de camino y que aterrizará, por regla general, al cabo de nueve meses, entrando, en principio, en averiguar cuál será el sexo del que viene, y cuando se sepa, salvo que no se quiera saber, comenzará el pensamiento acerca de qué nombre le ponemos, a veces estrambóticos, por seguir la tradición familiar del abuelo o abuela, o simplemente, por adoptar denominaciones de origen extranjerizante, como Jonathan o Kevin y otros de análogo o semejante jaez, tan de moda en ciertas épocas por mor del entreguismo televisivo, en esa implementación de querer distinguirnos de los demás, siendo esos nombres, en ocasiones, una condena para el así nombrado.

Pues bien, bien puede decirse que con la concepción se pone en marcha el “reloj” que marcará nuestras horas, minutos y segundos de vida, nuestros días, meses y años, aunque el mismo no es tangible hasta el momento del nacimiento, ya que, podemos decir, que el tiempo de la concepción no cuenta a estos efectos, esos nueve meses regularmente que parecen dejarse en el rincón del olvido y así, en el ámbito legal, nos lo corrobora el artículo 30 del Código Civil, según el cual “la personalidad se adquiere en el momento del nacimiento con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno” en redacción dada al mismo por la Ley 20/2011 del 21 de Julio, de Registro Civil, en su Disposición Final Tercera, en tiempos de la gobernanza del inefable, a la vez que inane, Don José Luis Rodriguez Zapatero, bajo cuyo mandato reinaron, como peces en el agua, las Aídos y Pajines, de deplorable e infame recuerdo, y que con su empecinamiento en no reconocer la crisis que nos atenazaba entonces y que asomaba algo más que las orejas del lobo, junto con el también conspicuo, por entonces Ministro de Economia y Hacienda, Don Pedro Solbes (que por cierto, con ese ojo de buen cubero que tenía, vendió unas cuantas toneladas del oro de nuestras reservas, mineral precioso que, según él, era poco menos que chatarra, perdiendo, casi de inmediato, en esa operación, una importante cantidad, calculada en cientos de millones de euros), condujeron a este país, repito, aún hoy, a duras penas, llamado España, a una de las mayores crisis económicas que ha sufrido a lo largo de la historia, y de la que, aún hoy en día, no hemos salido, ni creo que podamos salir, pues, a mayor inri, por la puerta asoma otra recesión de órdago, viendo lo que está ocurriendo con la denominada locomotora económica de Europa, la Alemania de la aún cancillera Frau Angela Merkel, y que sumieron a los ciudadanos europeos, especialmente españoles, en la miseria, la ruina y la pobreza. Y aún andamos con estos pelos y lo que te rondaré morena. Por cierto, que el citado artículo 30 de Código Civil en su redacción originaria en su Edición del 24 de Julio de 1.889, se expresaba de la siguiente manera: “Para los efectos civiles, solo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y viviera veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno”, en el que se añadía un requisito más, el primero, cuál era el de nacer con figura humana, quizás, porque en la época de redacción y aprobación de nuestro Código Civil imperaba la creencia de la posibilidad de que nacieran fetos con forma animal, tales como de perro, gato o lobo, o sea, en una palabra, monstruos, y que, teniendo en cuenta, la caterva de políticos que nos dirigen nuestra vida y economía desde el advenimiento de lo que llamamos “democracia” (que aún está por ver, porque ésta no es solamente tener la posibilidad de cambiar mediante elecciones a los sujetos que nos han de gobernar, lo que constituye la forma, pero se necesita el fondo, del que, aún hoy, en este país, a duras penas, llamado Espala, carecemos, o sea, esa exquisita, ineludible y necesaria separación de los tres poderes del Estado, a saber, Ejecutivo, Legislativo y Judicial, tal como sentenciara, el Barón de Montesquieu, en su día), pudiendo entreverse que alguno de estos elementos tuviese la consideración de “persona”, contraviniendo ese primer requisito que exigía la redacción originaria del artículo de marras, o sea, del artículo 30 del Código Civil, pudiera verse “despersonalizado”, y no quiero poner ejemplos, que haberlos haylos, y algunos muy evidentes y sin necesidad de ser probados, por no herir susceptibilidades familiares,

Por lo tanto, desde nuestro nacimiento, como si de una salida de carrera se tratara, se pone en marcha nuestro reloj, vital, pero reconducido al tiempo que marca el reloj que mide el tiempo en horas, minutos y segundos, y, de ahí, en días, meses y años, determinando el día del nacimiento, el día de la celebración del cumpleaños, en intima conexión con el calendario, por lo que es vital, para no perderse en el tiempo, hacerse con esa maquinita que llamamos “reloj”, que, ineludiblemente y sin freno, nos marcará el transcurso del tiempo de nuestras vidas. En este sentido, es definido, conforme al Diccionario de Uso del Español, de María Moliner, como “Dispositivo o mecanismo que señala el paso del tiempo y la hora que es en cada momento”, y por considerarlo interesante por la relación que tiene con lo que estamos analizando, el mismo Diccionario, define el término reloj, en una segunda acepción: “Planta geraniácea cuyo fruto está formado por cinco semillas unidas (así como sus apéndices), cada una de las cuales termina en una punta aguda por un extremo y un apéndice largo por el otro; al separarlas, este apéndice se va arrollando y formando una espiral. Los niños las llaman relojes y se las clavan en la ropa por la punta aguda diciendo que las espiras que se van formando marcan las horas”. En ese mismo diccionario se enumeran diversas clases o categorías de relojes, reseñando, entre otros, los siguientes: reloj de agua, reloj de arena, reloj biológico (mecanismo fisiológico que regula el ritmo vital de los seres vivos), reloj de bolsillo, reloj de cuco, reloj despertador, reloj de faltriquera, reloj de pared, reloj de pulsera (el que se lleva sujeto a la muñeca por medio de una correa o cadena de forma de pulsera), reloj de sobremesa…

Ya que, fuera de ese reloj biológico, carente de armazón material, el más extendido es el llamado “reloj de pulsera”, o sea, el que se lleva sujeto a la muñeca por medio de una correa o cadena en forma de pulsera, el cual suele llevarse en la muñeca izquierda, aunque no es extraño verlo prendido en la muñeca derecha, y que, en algunos casos, queda sujeto de tal forma al individuo, que no se lo quita ni para dormir ni bañarse, en este último caso, si es sumergible. Rara es la persona que no hace gala de llevar consigo un reloj, aunque hoy, ante la extensión de la tecnología, principalmente en el uso de teléfono móvil, se haya dejado de usar en la forma antedicha por muchas personas, que en vez de llevar prendido el reloj tradicional, llevan asido veinticuatro horas del día el dichoso móvil, el cual se ha convertido para las mismas en el sexto dedo de la mano derecha o de la izquierda. Y cierto es que algunas personas no echan en falta el reloj como instrumento, tales como los agricultores, principalmente ganaderos y pastores, o sea, gente que suele decirse del campo, ya que los mismos se rigen por la ley de la naturaleza, que sin necesidad de portar artilugio alguno, les indica qué hora es, cuándo amanece, cuándo anochece, cuándo va a llover o cuándo va a hacer viento o va a estar nublado; acaso, podamos llamar a este reloj el “reloj natural” que, en definitiva es a lo que tiende el reloj como instrumento, marcando los días, las horas y los minutos.

En cuanto a mi reloj, el mismo ya ha marcado, largamente el transcurso de muchas horas, muchos minutos y muchos segundos, así como muchos días, muchos meses y muchos años, de mi vida, más de lo que muchas veces quisiéramos, aunque también es cierto, que con mucha alegría y satisfacción, porque lo contrario sería que se parase el reloj biológico, confrontándonos con la muerte, que, en principio, nadie queremos. Recuerdo con ilusión mi primer reloj, acaso por los años sesenta, marca “Lindor”, que me acompañó en muy buenos momentos y, acaso, otros menos buenos, en mi etapa de estudiante, tanto en el bachillerato como en la Universidad y al cual le tomé un entrañable cariño, mas como era de esperar acabó, en este caso, muriendo y parándose para no volver a ponerse de nuevo en marcha, por lo que anduve cambiando varias veces, porque los sustitutos (ESPIRIT, SELECT, VICEROY y dos o tres más) también terminaron su ciclo vital, aunque el que más marcó mi vida, por así decirlo, fue el citado “Lindor”, cuyo desprendimiento causó en mi alma cierta congoja, hasta que finalmente dí con el reloj que aún llevo en mi muñeca, un “DURSAN”, adquirido en el comercio “MOMPO”, en los años 80, marca propia de la casa, fabricado en SUIZA, como casi el 100% de los relojes (quitando los chinos) y que marca la hora, con una exactitud extraordinaria, digamos que a la milésima de segundo de la hora oficial y ello, pese a haber recibido algún golpe que otro, como puede demostrar su parabrisas, y que, a Dios gracias, sigue intacto e impoluto con su misión de marcar las horas de mi vida. También he de decir, que no he caído en el tejemaneje de cambiar la hora, adelantándola o retrasándola, según nos marca la autoridad competente (yo diría, que más bien incompetente), adelantando o retrasando la hora bastarda en mi mente, convirtiendo la misma en un propio reloj, y sin que ese ardid, hoy ya bastante en entredicho, crea que sirva para nada en el ahorro de energía y su contribución, por tanto, al freno del cambio climático, de cuyo paradigma se nutren cantidad de faltriqueras (por ejemplo, la de Al Gore, el mayor peligro público para la aceleración de ese cambio climático, y que lo considera la generalidad como un redentor del mismo, a cambio de llenar sus cuentas corrientes), porque el cambio climático vendrá sí o sí, porque la naturaleza es sabia y si no que alguien me explique, en las épocas en que no habían vehículos, ni industrias, ni otros factores contaminantes, hace millones y millones de años, ¿por qué lo que ahora es monte, era mar, y lo que era mar, ahora es monte?.

En definitiva, vivo el día a día con mi “reloj”, ese dispositivo asido a mi muñeca izquierda, desde los años 80 (y espero que dure y dure), como ese amigo necesario, fiel e inseparable, que marca mis horas, mis minutos, mis segundos, y, por tanto, mis días y mis noches.

MIGUEL-ÁNGEL VICENTE MARTINEZ

11 de Septiembre de 2.019

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