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Sobre el bien y el mal (II)

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 02 de enero de 2019, 13:56h

Empero, si echamos un vistazo a los últimos hechos delictivos que nos ponen los pelos de punta o como escarpias e inconcebibles en una mente sensata y coherente, en un espíritu ahíto de principios éticos y morales, como los crímenes de Alcasser, el de “Gabriel el pescaíto”, el de Marta del Castillo, el de Diana Quer… y tantos otros, y en estos últimos días, el asesinato de Laura Luelmo en El Campillo (Huelva), a manos de un desalmado, de un desgraciado, de un malnacido, reincidente, por lo demás, y viva reencarnación del demonio, no podemos por menos de pensar en que estamos pidiendo a gritos la reinstauración de la pena de muerte, porque los crímenes cometidos por estas alimañas jamás podrán purgarse con una condena a cadena perpetua, aunque ésta sea revisable, porque ya hemos concluido con el Dr. Yochelson que el delincuente nace y no se hace, aunque cierto es que durante su vida pudiera ir incrementando su virulencia y su perversión, o sea, adquiriendo experiencia y perfeccionando su “modus operandi” y afinando sus triquiñuelas y artimañas para lograr sus inmundos y perversos fines. Desde luego, decir esto es muy y totalmente “políticamente incorrecto” y suficiente, en esta época desnaturalizada y deshumanizada que nos ha tocado vivir, para ser tachado de “ultra”, aunque la Iglesia Católica, con este Papa moderno y fruto de los tiempos que corren, más preocupado, como los políticos, por su imagen, que por cumplir el mandato divino para el que fue elegido, no hace mucho haya desterrado del Catecismo Católico dicha pena de muerte. Mas, los argumentos en contra de la misma caen por su propio peso. Así, Isabel Sebastián, en artículo en el Diario “ABC” de cuya fecha no me acuerdo, hacía la reflexión de que no era partidaria de la pena de muerte porque para ella la vida de toda persona es sagrada, mas habría que espetarle si, acaso, la vida del o de la asesinada no era, como poco, tan, o quizás, más sagrada que la de su verdugo. Y es que poco énfasis se pone ante estos casos monstruosos, tales como el de Laura Luelmo, en los minutos, en las horas y días, que la víctima ha vivido siendo sujeto de vejaciones horrorosas y horripilantes, en las palizas y golpes sufridos, en la ignominia que supone privarle de su libertad, de amordazarla, de atarla, de esclavizarla, de agredirla sexual y físicamente y solo Dios sabe de cuántos atropellos, humillaciones, escarnios, ultrajes y mortificaciones más, como digo, solo ella y Dios lo sabrán, etc y etc… que delatan el haber vivido un verdadero infierno: ¿nadie se pone en el lugar de Laura ni nadie piensa en la tortura a que fue sometida antes de su muerte, la cual, quizás, pidiera a gritos a su verdugo para acabar cuanto antes con el martirio a que fue sometida? Eso no se paga con una pena de cárcel, sea o no cadena perpetua, revisable o no, porque el delincuente va a vivir como Dios, comiendo a cuerpo de rey, descansando, haciendo deporte en un gimnasio, y cuando le apetezca un polvete o dos, etc., amén de poder acceder a permisos penitenciarios y acabando por salir libre, más pronto que tarde, y borrón y cuenta nueva, todo lo cual parece más un premio que un castigo a sus acciones delictivas. Como pone de manifiesto Juan Manuel de Prada en su artículo en “ABC” del día 22 del pasado mes y año, titulado “DEGENERADOS Y MAJADEROS”, incluyendo entre los primeros a los delincuentes perversos y entre los segundos a la clase política actual y medios de comunicación adláteres del poder, vivos ejemplos del calzonacismo y entreguismo más puro y duro que priman en la actualidad, para este tipo de delitos, concluye que “…honestamente, la cadena perpetua se me antoja un castigo muy liviano.”. Más claro agua, y a buen entendedor, sobran palabras.

Bien es cierto, que la entrada en prisión supone ya un buen castigo, ya que conlleva la pérdida, total o temporal, según nos atengamos a la pena de cadena perpetua pura y dura o revisable, de uno de los derechos fundamentales del ser humano, cual es el derecho a la libertad, segundo en grado, pues el primero, sin el cual no se daría el segundo, ni ninguno de los demás derechos que se predican del ser humano, es el derecho a la vida, derecho a esa vida y a esa libertad que, por cierto, el criminal ha segado de cuajo respecto de su o sus víctimas. Y, además, no es baladí, el coste económico que supone mantener a esta gentuza y morralla en la cárcel, a costa del Erario Público que, en definitiva, y a la postre, es toda la ciudadanía.

Por otra parte, choca y mucho, que toda esta pseudoprogresía que se escandaliza nada más oír hablar de “pena de muerte”, arguyendo lo sagrado (que ya chirría en quienes no creen más que en ellos mismos y despotrican de todo tipo de creencias religiosas) que es la vida de una persona, culpando a la sociedad de la existencia de lo que no son sino monstruos o bestias, disfrazados de seres humanos, santifican (¡otra de lo mismo!) la vida de los mismos y ponen todo el aparato del Estado y algo más en protegerles y tratar de reinsertarles en la sociedad de nuevo, como si nada hubiera pasado, mientras sus víctimas crían malvas desde la perpetración de sus delitos y dejan sumidos a familiares y amigos y a una buena parte de la sociedad en la tristeza, la amargura, el desaliento, el dolor y la pena de por vida, desnaturalizando una de las principales razones de la existencia del Derecho Penal, que es la de castigar al delincuente, repito que toda esta pseudoprogresía ponga la vida del maldito en un altar, lo que no son sino zarandajas y sinrazones de quienes, seguramente, al carecer de alma y sentimientos, se solidarizan con las acciones delictivas, si es que no desearían, en su fuero interno, cometer esas mismas fechorías.

Y aunque los principales detractores de la pena de muerte, aduzcan, falazmente, que ésta no es un medio desincentivador para que otros posibles asesinos dejen de asesinar, partiendo del hecho de que el asesino nace y no se hace, de haber, en potencia 20, pongo por caso, si se elimina a uno, ya nos quedarían 19 potenciales asesinos, reduciéndose el riesgo de la reincidencia y la incentivación que supone el poder recobrar la libertad y regresar a la calle pasados equis años (más bien pocos que muchos) después de estar ingresados en prisión y, probablemente, volver a las andadas. Y así, Laura Luelmo, estaría hoy en día viva y coleando, si al malnacido que se la cargó, se le hubiera aplicado la pena capital cuando hace veinte años asesinó a sangre fría a machetazos a una anciana de 82 años, a la que había robado y para que no pudiera testificar en su contra en el juicio a que iba a ser sometido.

Por cierto, tanto énfasis en defender la vida de estas alimañas, de estos depravados, de estos pervertidos, de estos inmorales, de estos malnacidos, y luego, a pies juntillas, se unen todos a una, como en Fuenteovejuna, para defender el asesinato más impío, doloroso y horripilante, que supone el aborto voluntario, el acabar con la vida de quien aun no habiendo aún nacido, ya vive en el interior del claustro materno, acabando con esa posibilidad de vida de la manera más cruel, traicionera y despiadada que podamos imaginar, dejando en el baúl de los recuerdos los derechos del nonato, más bien eliminando y privándoles del primigenio y más fundamental derecho de una persona, cual es el derecho a la vida, derecho sin el cual no pueden predicarse todos los demás que se pregonan y proclaman como fundamentales en la Carta de los Derechos Humanos de la ONU. Y con la agravante de que, mientras respecto de un asesino psicópata se pone a su disposición un abogado defensor (que buscará por todos los medios posibles, incluso atendiendo a análisis psicológicos y psiquiátricos, su exculpación o la condena más benévola posible), el nasciturus se halla solo, a la intemperie, desprotegido, abandonado a su suerte por su propia madre, instigadora de su destrucción, la cual se convierte en juez y parte en este aquelarre dantesco e infernal. En esa línea se mueve “el diablo de El Campillo” y su defensa, al declarar aquél ante la juez de Instrucción número 1 de Valverde del Camino, su adicción a las drogas, entre otras, a la heroína y la cocaína, buscando, arteramente, una causa atenuante o, incluso, eximente, de su vandálica y demoníaca acción, lo que, a mi juicio, si hubiera juicio, valga la redundancia, y sensatez en nuestros legisladores tal causa, así como, en su caso, la embriaguez, debieran ser más bien agravantes, porque el que libre y voluntariamente se sumerge en esos excesos, debe responder por los actos derivados de ese pretendido estado de “éxtasis” en que quedan inmersos, tal como ocurre en el supuesto de la conducción temeraria.

MIGUEL ÁNGEL VICENTE MARTÍNEZ

02 de Enero de 2.019

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