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Esto, hay que pararlo (II)

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 10 de junio de 2015, 02:53h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente

En realidad, bien podemos decir que no hay nada nuevo bajo el sol de nuestra patria que, esplendorosa y relucientemente, nació con la Constitución de 1.978, verdadera biblia comprensiva de derechos, deberes y obligaciones de todos cuantos quedan sujetos a su imperio y, por tanto, a su observancia, tanto ciudadanos de a pie como poderes públicos y  Administración Pública en general. Así, se contempla en el artículo 9 de nuestra Carta Magna, conforme al cual, literalmente, se establece: “1.- Los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. 2.- Corresponden a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social. 3.- La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la retroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”. En dicho artículo, como se ve, descansa la columna vertebral que ha de constituir el eje de la acción de los poderes públicos, entendiendo por éstos a quienes ejercen cargo público y a quienes se integran en el entramado de la Administración Pública en general. Y si analizamos y diseccionamos el contenido de dicho precepto legal, nos encontraremos con innumerables sorpresas de incumplimiento, reiterado y temerario, de los deberes y obligaciones que nuestra más alta norma impone a quienes ejercen el control y el ejercicio de la Administración Pública en general, y cuyo reflejo debería ser ejemplarizante para la ciudadanía de a pie, constituyendo el espejo en el que ésta ha de mirarse e imitar.

No entraremos, por ahora, en el comentario íntegro sobre el texto transcrito, pero sí, a los efectos de los presentes artículos, conviene detenerse en el punto 1.- que proclama la sujeción “de los poderes públicos a la propia Constitución” y, por ende, al resto “del Ordenamiento Jurídico”; y sobre-manera en el último párrafo del punto 3.- relativo a “la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”, a los que conforme el punto 2.- corresponde “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivas”. Como se ve, se proclama a todas luces el respeto a las leyes, la prevalencia de la libertad y la igualdad del individuo y se prohíbe, tajante y taxativamente, la arbitrariedad de los poderes públicos.

Pues bien, aparte de todo lo antedicho y retomando el tema de lo que nos urge y de lo que hay que parar, pero ¡ya!, es el despliegue de las terminales recaudatorias de las Administraciones Públicas en general, Estatal, Autonómica, Provincial y Municipal, las cuales al grito de “recaudar como sea” y usando y abusando del “imperium” y de la “auctoritas” de que gozan, se han lanzado sobre el suelo patrio dispuestas a no dejar títere con cabeza y suponiendo, en una inmensidad de casos, la puntilla para el que, pese a la travesía de penuria, tristeza y miseria a que nos ha llevado la tan cacareada crisis, ha venido, mal que bien, aguantando el tipo y jugándose a la ruleta el último céntimo de euro que quedaba en su depauperado bolsillo, por ver si sonaba la flauta o podía hacerse con un golpe de suerte, y hacerle una monumental higa o corte de mangas a la autoridad competente y coger las de Villadiego hacia un país que se precie de tal, que mime a sus ciudadanos y trate a éstos como lo que son: verdaderas personas, con cuerpo, corazón y alma y de los que dependen todos cuantos se invisten de autoridad, que no dejan, en definitiva, de ser unos servidores de aquéllos y no como ocurre en España, que es a la inversa, el que paga, el ciudadano, es la víctima del engranaje de una Administración Pública elefantiásica y encantada de haberse conocido a sí misma y que no dudará un instante en aplastar con la fuerza de su poder a quien se ponga por delante y ose hacerle frente, contraviniendo, si preciso fuere, los más elementales principios generales del derecho, tanto humano como divino, entrando como vulgarmente se dice como elefante en cacharrería y ante la que las razones del ciudadano y contribuyente se tropezarán, inequívocamente y sin solución de continuidad, contra un muro de sinrazones del aplastante poder público, dejándole en un estado de indefensión, de desmoralización y de perjudicado, mientras tiene que soltar la “tela”, sí o sí, lo que lleva ocurriendo desde la implantación de este sistema democrático, pero más insistente y persistentemente, en los últimos tiempos, en los que parece haberse tocado a rebato con esa proclama de “recaudar como sea”, para llenar la Caja Pública de Caudales, cuyo destino todos estamos viendo un día sí y otro también se diluye en la corrupción pestilente, asfixiante, inasumible, a través de comisiones ilegales, sobres en B y otras acciones innombrables, sin que parezca, a día de la fecha, que lo extraviado y desviado pueda volver a su origen. Que no digo yo que no haya que recaudar, pero la actuación actual de esas terminales están dejando el suelo patrio como un solar y más parecen las hordas de Atila, aquél que, según dice la leyenda,  por donde pisaba su caballo no volvía a crecer la hierba, con un trato desigual, pues la aplastante fuerza de la Administración se deja caer sobre la cabeza del contribuyente que queda indefenso y al albur de lo que decida la superioridad, que suele ser prácticamente siempre el pago de una cantidad con una sanción correspondiente, generalmente por falta grave o muy grave, ya que se presume desde el principio al final la culpabilidad cuando no el dolo del ciudadano considerado como un vulgar delincuente, pues aquí  no se admite el más nimio error, cuando por parte de la Administración los errores crecen como setas y “no passsa ná”!.

MIGUEL ÁNGEL VICENTE MARTÍNEZ

  10 DE JUNIO DE 2015

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