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La ceguera de la justicia (y III)

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 24 de agosto de 2016, 03:21h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente

Si en los dos artículos anteriores y en alguna otra ocasión he llamado la atención por ciertos casos o asuntos “malresueltos” por los miembros del poder judicial, adolecentes de sentido común y de cabalidad, y sobremanera de equidad y de justicia, otros muchos casos podríamos recordar, entre otros dos supuestos más, que, a mi juicio,  empañan la labor que cientos o miles de jueces (se calculan unos tres mil) vienen, a diario, realizando, con total vocación de servicio a la sociedad y a la JUSTICIA, con mayúsculas; mas parece como si por arte de birlibirloque desde hace tiempo, hayamos entrado en barrena cogiendo una pendiente por la que nos deslizáramos boca abajo y sin frenos. Así podemos referirnos a la sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid respecto del caso, sentenciado en Julio de 2.008, denominado NANYSEX (la niñera del sexo), en el que, una vez más, han quedaron al descubierto la pusilanimidad, la desfachatez y el sinsentido de unos magistrados que califican los hechos horroríficos, impúdicos e indescriptibles, cometidos contra cinco niños, de entre uno y tres años, simplemente como de abusos (y no de agresiones) sexuales, sencillamente porque las víctimas no opusieron resistencia (“no se aprecia dicha fuerza como un acto continuado y constante, tendente a vencer la resistencia y voluntad que pudiera presentar la víctima que intenta preservar así su libertad sexual”), como si las víctimas, a esa edad, debieran ser conscientes de lo que les estaban haciendo, debiendo haber opuesto una resistencia inconcebible en las mismas. Pero, ¡hombres de Dios (o más bien, del diablo, en este caso) ¿cómo puede exigírsele a un menor, de entre uno a tres años, que oponga resistencia a hechos tan execrables y aborrecibles como someterlos a masturbaciones, felaciones e, incluso, penetraciones? ¿qué conciencia podían tener dichos menores de lo que les venía encima? ¿pero qué tienen (o qué no tienen) sus señorías debajo de las togas y detrás de las puñetas?. En este caso, el pederasta  Alvaro I.G., conocido como “Nanysex”, fue condenado a 58 años de prisión como autor de cinco delitos de abusos sexuales y seis de corrupción de menores, cometidos contra cinco niños entre 2.002 y 2.004, y cuya condena hubiera subido a 175 años de prisión si los hechos hubieran sido considerados como agresiones sexuales y no simplemente (es un decir) de abusos sexuales, tal como pedían las acusaciones particulares y la propia Fiscalía. Eso sí, dedujeron (sin que nadie lo pidiera) testimonio para imputar a uno de los padres de las víctimas, que en una de las sesiones no pudo reprimirse y le asestó un puñetazo en la cara al acusado en una de las vistas, porque, esgrimió el Tribunal que “no se puede permitir en ningún caso” un altercado de este tipo durante un juicio, a pesar de que “puede ser comprensible desde el punto de vista humano” la reacción de este hombre desesperado. ¡Y tan desesperado, y más que lo llegaría a estar desde que conociese la sentencia!. No es de extrañar que pusieran el grito en el cielo, entre otros, el Defensor del Menor de la Comunidad de Madrid, el Defensor del Pueblo andaluz, y a cuantos con un mínimo de sensibilidad y de sentido común, haya revuelto las tripas esta sentencia, que ha entrado por demérito propio en los anales de la injusticia y los atropellos judiciales. Aunque, la casación ante el Tribunal Supremo llevó a rebajar la pena impuesta al condenado en 13 años y medio, pasando de 58 años que le impuso la Audiencia Madrileña a 44 años y medio de prisión fruto de la citada rebaja, lo que nos lleva a entonar ese estribillo que dice “no me mandes más jamones, que tengo la casa llena” o ese refrán según el cual “fue peor el remedio, que la enfermedad”.

Y qué decir del varapalo que el Tribunal de Defensa de los Derechos Humanos de Estrasburgo ha propinó a España en general y a la justicia española en particular, al dictaminar que, efectivamente, el Tribunal encargado de juzgar y de sentenciar al Juez Gómez de Liaño por su actuación en el caso Sogecable (y que le costó la expulsión del cuerpo judicial), carecía, a todas luces, de la independencia que le es debida y exigida a un Tribunal, al estar sus miembros contaminados por la instrucción y predispuestos a declarar culpable al juez juzgado, propinando una bofetada de órdago a la grande (por decirlo finamente) a nuestras presuntas y teóricas más altas instancias judiciales, el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, quienes cometieron y avalaron, respectivamente, la tropelía.

MIGUEL-ÁNGEL VICENTE MARTÍNEZ

   24 de Agosto 2016

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