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El despertar de un mal sueño

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 30 de agosto de 2017, 03:00h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente

Otra vez, ante una masacre, se levanta la parafernalia y el montaje presididas por las declaraciones, hueras, huecas y vacías de nuestros políticos, sí, esos señores a los que pagamos para que trabajen en pos del bienestar y la seguridad de los ciudadanos, quizás como un medio de poner distancia por medio, valga la redundancia, como un medio de sustraerse a la responsabilidad que sobre sus cabezas recae firme y contundentemente, tratando de llevar el agua a su molino o acercar las ascuas a su sardina, a fin de que toda la responsabilidad se diluya y disuelva haciéndola recaer sobre la totalidad de la población, de ahí esos actos y manifestaciones carentes de sentido y, en cierto modo, rayanos en el ridículo, de guardar esos minutos de silencio y el encendido de velas y velones, amontonamientos de flores y mensajes, en el lugar de los hechos a toro pasado, y así hasta la próxima y hasta luego Lucas, terminando con un aplauso (no sé yo a santo de qué), tal como si los muertos salieran a hombros como los toreros por la puerta grande de una plaza de toros después de haber hecho una magistral faena, cuando, si de verdad se sintiera todo ese dolor, toda esa pena, en el fondo de cada corazón, lo propio sería guardar un sepulcral silencio, simplemente por respeto a las víctimas y sus familiares, y dejarse de zarandajas y puestas en escena más propias de un café-teatro, utilizando la figura del Jefe del Estado, Don Felipe VI, adobada con sendas féminas musulmanas a diestra y siniestra, visibilizando tolerancia a raudales (¿no serian dos policías nacionales disfrazadas?).

Pero, seguramente, tenemos lo que nos merecemos, sobremanera cuando desde las más altas instancias representativas de la ciudadanía, no sólo nacionales (que aquí ya sabemos cómo las gastamos), sino también europeas, hemos claudicado ante la barbarie, la masacre y la indignidad, cediendo las llaves del país a unos impresentables, a unos delincuentes, a unos asesinos, facilitándoles todo tipo de acción y reacción, como si tuviéramos una deuda impagable con ellos, abriéndoles las puertas de lo más sagrado de nuestra civilización y dejándola a los pies de los caballos y en sus manos. Hemos entregado al enemigo los hilos y la llave de nuestra libertad y de nuestros derechos y, por ello y no es de extrañar, hemos quedado en la posición de unas marionetas, de unos peleles movidos al arbitrio de unos desalmados que nos toman el pelo y que nuestra existencia les importa un bledo. Hemos abdicado de nuestros más altos valores y principios éticos y morales, cimiento de la civilización cristiana de Occidente, en base a un buenismo bobo, necio, estúpido, mameluco, mentecato y zopenco, añadido y adobado de un relativismo moral abyecto, fatuo y bobalicón, que han desembocado en una permisividad y calzonacismo sin límites hacia la morralla humana, basándose en la observancia de unos Derechos Humanos, que se aprobaron y declararon para esos, para humanos, pero no para bestias salvajes, para seres inmundos, para asesinos a sangre fría y caliente, para alimañas que sólo merecen el trato de lo que son, pues para tener derechos humanos hay que ganárselos a pulso, y no pueden ser aplicados a quienes por su acción o inacción, a quienes por su comportamiento se autoexcluyen de la senda de la sensatez, de la cordura, de la más mínima dignidad de considerarse persona con toda la responsabilidad que ello conlleva y del respeto a los demás. Pero, aquí y ahora, hemos abierto las compuertas a que entre en nuestras ciudades la bazofia, la inmundicia, la basura y la cochambre que ha de ser extirpada de nuestra vida normal y ordinaria, y ¡ojo, con decir una palabra más alta que otra! sobre esto, porque enseguida seremos tachados de intolerantes, xenófobos, intransigentes, islamófobos y otros términos de análoga o parecida jáez. Renunciamos a nuestra propia defensa, a nuestros propios derechos, para confiarlos y otorgárselos a quienes, quizás, debieran colgar del palo más alto. Pero, así somos, así nos ponemos en posición de decúbito supino de forma permanente y que nos den y nos sigan dando por la retambufa, que, al parecer, le hemos encontrado el gustillo y nos gusta. Nos han declarado la guerra y ante una declaración de guerra, o claudicas y te entregas (que es lo que parece que hemos hecho) o la combates con todas las armas, legales e ilegales, que tengas a mano. Pero difícilmente lucharemos por recuperar la paz perdida si mantenemos ese buenismo y relativismo antedichos, con que ya nos bautizó y nos inició el inefable ex-Presidente del Gobierno, Don José-Luis Rodríguez Zapatero (con ese monstruo de su Alianza de Civilizaciones, que como se ha probado ha quedado hecho añicos y que acabará devorándonos) y seguido a pies juntillas, por el no menos inefable sucesor de aquél en La Moncloa, Don Mariano Rajoy Brey, buen alumno y, además, aventajado, con ese Dontancredismo que ya ha quedado como marca de su forma de gobernar, no ver, no oír, no hablar, y, consecuentemente, no hacer nada, no mover un dedo ante los graves retos que se le presentan a diario, aunque lluevan y caigan chuzos de punta. Y si no, que se lo digan al Ministro del Interior, Sr. Zoído (con nombre de ópera prima), que, sin comerlo ni beberlo ni encomendarse ni a Dios ni al Diablo, dio, antes de tiempo, por desarticulada la célula catalana islamista (sí, islamista, aunque a nuestros políticos les dé un repelús pronunciar este adjetivo) cuando aún estaban por detener más de uno de sus integrantes,, y que, sin embargo, el pasado martes, aparece en primera plana periodística mostrando la foto del último terrorista abatido, como si él solito, a la manera de un Jhon Wayne o Clint Eastwood cualquiera, hubiere sido el que lo cazó. Poca vergüenza se llama a esto, pero claro, ¿hay algún miembro del actual Gobierno de España que la tenga? ¡Qué diferencia con las declaraciones del Presidente de los Unites States of America, Donald Trump, quien tras solidarizarse con España y los españoles, enfatizó en que a los “terroristas hay que matarlos”. ¡Que salvajismo!, se dejó caer en los medios de comunicación españoles.

Y los medios de comunicación, en general y particularmente televisivos, a lo suyo, a hacer de la desgracia caja y un espectáculo, y junto con los políticos a ver cuál es al que se le ocurre la mayor chorrada, sobre todo cuando se interrogan, muy sensatamente, sobre cómo unos chicos que parecían ser normales, simpáticos, incluso, y educados, han sido capaces de cometer tal barbarie, tratando de buscar las razones etiológicas y fundamentadoras de este modo de actuar, o más bien, de este modo de transmutarse, con lo buenos que parecían. Y mientras tanto, a seguir dando subvenciones, cuando no pagar íntegramente, la instalación de mezquitas. Nada, que siga la juerga.

Pero para la historia ahí quedan algunas perlas, como la manifestación de la Vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, que buscando relevancia, en su visita a Cambrils, elogió a esta población calificándola de “símbolo de defensa de la libertad” y de “ejemplo de seguridad”. Todo en esa vorágine de salir en la foto y, en cierto modo, hacerse acreedora a descubridora de la pólvora.

Y las consecuencias ya han empezado a sentirse en Cataluña: donde se ha desatado una “brutal ola de islamófobia”, de una virulencia inédita en España; el odio al Islam se propaga en Internet, habiéndose registrado también  ataques, al menos a tres mezquitas, y pintadas en locales, como en el pueblo de Ripoll en el que proliferan pegatinas con el lema “basta de islamización, Cataluña catalana” y “asesinos, idos a vuestro país”; y comercios y restaurantes reducen sus ventas entre un 60 y un 80 por ciento tras el atentado y algunos visitantes se marchan antes de tiempo y otros han cancelado sus viajes, o sea, que unos se van y otros no vienen. Y es que tras la masacre, el ambiente es definido por los lugareños como “incierto, tenso y enrarecido”. Y no es para menos.

MIGUEL-ANGEL VICENTE MARTINEZ

30 de agosto de 2017

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