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El ocaso de los dioses

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 18 de septiembre de 2019, 04:00h

Está claro que la vida de las personas empieza, un día, con su nacimiento, se crece durante un tiempo, más o menos largo, hasta que llega el momento de rendir cuentas ante Dios, con la muerte. Y según sea el periplo de una persona, o sea, según sea la duración de su vida, medida en años, dejará más o menos huella entre sus familiares y amigos. Pero, lo cierto, es que con el transcurso del tiempo la memoria de quienes nos fueron dejando, cada vez será más borrosa y, a la manera como ocurre con las cataratas en el ojo del hombre, que poco a poco van cegando su visión, pues así, de esa guisa, pasa con el recuerdo de quienes un día fueron nuestros parientes, conocidos, amigos, o, simplemente, conciudadanos. Bien podemos decir que es ley de vida, pues ésta no se acaba con la desaparición de una persona más o menos querida, porque nosotros no hemos muerto en ese momento y tenemos que seguir adelante en el día a día, nos cueste más o menos asumir esa desaparición, y aunque, por regla general, sea muy dolorosa. Porque, vamos a ver, ¿quién no recuerda con amor a una madre desaparecida, o a un hijo, igualmente, desaparecido, en algunos casos, prematura y brutalmente?. En nuestro cerebro, por tanto, se van almacenando esos recuerdos, esa memoria, de los seres, más o menos allegados y conocidos, que nos preceden en el triste instante de la muerte, o sea, del final de una vida, que, en definitiva, bien puede decirse que constituyen una película en nuestra mente, que rebobinamos regularmente, sobre todo cuando nos juntamos con personas coetáneas del fenecido y de uno mismo.

La vida, no constituye, pues, otra cosa, que el devenir de una persona, desde su nacimiento hasta su muerte, y aun ésta bien puede ser que sea la muerte simplemente física, es decir, dejar de vivir porque el corazón se ha parado, porque puede también alinearse junto a la misma la muerte en vida, o sea, el aislamiento, el ostracismo, a que una persona puede verse abocada por mor de mil razones, tales como abandono, olvido, etc. Uno vive, trabaja y se jubila y después a esperar el fin de nuestros días. Todo este íter, todo este camino, pasa casi inadvertido para la mayoría de la ciudadanía, mas junto a esta mayoría, existe una minoría que en vida alcanzan la cima y con ella la gloria, como puede ocurrir con un deportista, o un actor de cine, o una modelo, pongo por ejemplos, y en cuyos momentos estelares a esas personas les salen alrededor una pléyade de aduladores, adláteres y acólitos, que medran en derredor de la figura, del astro, sacando o intentando sacar jugo mientras están encaramados en la cresta de la ola o en el pico de la pirámide, mas, y esto es también por mor de la ley de la naturaleza, llega un momento en que esa estrella se apaga y deja de brillar, que es cuando toda esa cohorte que, en su día, le aplaudía hasta con las orejas, con jaculatorias y alabanzas, empiezan a abandonar el barco, como las ratas cuando intuyen que éste se hunde, y el otrora astro, adorado hasta la extenuación, a todos los niveles, empieza a encontrarse con la soledad, deplorando ese abandono y viviendo en sus propias carnes cómo toda aquella gloria, todo aquel logro que como el incienso se hacía recaer sobre su cuerpo y sobre su espíritu, desaparece, porque, como no puede ser de otra manera, la vida sigue y vienen otros y otras, más jóvenes, con más fuerza, con más hermosura, que desplazan a quien, en no pocos casos, se piensan eternos y que pueden reinar en su momento de declive como reinaban cuando se encontraban con todas sus fuerzas y una juventud por delante prometedora.

Como dejó escrito nuestro insigne poeta Antonio Machado, “Todo pasa y todo queda,/ pero lo nuestro es pasar,/ pasar haciendo caminos,/ caminos sobre la mar”./ en sus Proverbios y Cantares. Nosotros pasamos, pasaremos, y todo lo que no seamos nosotros quedará… Y así, así, es la vida, señoras y señores.

Es indudable, que cuando más se suba en la carrera, que es una vida, independientemente de a lo que, laboralmente, se dedique la misma, más grande, indudablemente, será la caída y esas personas, por regla general, deportistas que han destacado consiguiendo récords y alzándose a lo más alto de la cima, llegará un momento en que por el devenir de la propia naturaleza, tendrán que abandonar ese podio a los que los subió la vida, con su esfuerzo, trabajo y dedicación, y es por ello por lo que los mismos deben estar preparados para afrontar esa caída, esa antorcha que se apaga, poco a poco, porque detrás de los mismos vienen otros con las mismas ganas, con el mismo esfuerzo y con la misma ilusión por subir a lo más alto, desbandando a quien otrora era considerado el Dios de la especialidad, pues, a la postre, la vida, en este caso, supone una carrera de relevos, en la que el testigo va pasando de unos a otros inexorablemente, y aquel que en su día fue alabado, vitoreado, agasajado, considerado como un ser especial por sus contemporáneos, rifándoselo para entrevistas, tertulias, etc., ve cómo con el paso del tiempo pasa, incluso, a ser olvidado, y no porque nadie tenga nada en contra del astro ni interés en que así sea, sino por ese transcurso del tiempo que nos recordaba Machado: “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar…”.

Un ejemplo, de esa ocaso, de ese olvido en que caen los ídolos de antaño, lo hemos vivido recientemente con la que fuera medalla de bronce en 1.992, la esquiadora Blanca Fernández Ochoa, con su desgraciada desaparición, fruto, al parecer, de una depresión producida por el olvido y las necesidades económicas que la atenazaban, dejándose llevar en la montaña que tanto amó en vida y, en seguida, han salido a la palestra los salvadores de la patria, tales como el periodista José María García, arremetiendo contra la Federación de esquí, a la que, según el mismo, la fenecida había pedido trabajo, dándole con las puertas en las narices, hecho desmentido por la propia Federación. Pero es que, aunque hubiere sido así, no es misión de la Federación de Esquí ni ninguna otra, el ir colocando a las figuras según van decayendo en su ciclo activo, porque entre otras cosas, no es su misión, y las personas que se hallan en esa situación, tales como la propia Blanca, tenía su familia, sus hijos, su hermana, sus amigos, sus convecinos, que son los que, en definitiva, debieran arropar a quien se encuentre en la tesitura dramática de quitarse la vida. Ni tampoco creo yo que sea el caso, como algún columnista, como Antonio Burgos, entre otros, en su columna del Diario ABC, deplore el olvido en el que caen los personajes que algún día fueron algo en la vida, ni tampoco que deban ser objeto de veneración y recordatorio continuos, lo cual no tiene sentido, entre otras cosas porque la vida continúa y el lugar que ocuparon aquéllos lo ocupan hoy otros que son los merecedores de nuestra atención mediática, pues lo contrario sería imposible, por la cantidad y sería como dar vueltas al bombo a fin de que salga el número y le toque el agasajo, porque, entre otras razones, aunque sea duro y triste, no interesan ya a nadie.

Y personas que han marcado un hito en su carrera profesional los hay a miles, y que hayan caído del trono al suelo de la peor manera, haber haylas y las seguirá habiendo. Recordemos, sin ir más lejos, al boxeador Jose Manuel Urtain “El Tigre de Cestona”. Y no podemos anclarnos en el pasado exagerando y llevando al límite la autoestima que uno tiene consigo mismo, porque también me viene a la memoria la pretensión del ciclista Federico Martín Bahamontes y su insistencia de que en Toledo le instauren un Museo, lo que no tiene ningún sentido, por haber ganado un año el Tour de Francia, y porque si así fuera, sin salir del ciclismo, ¿qué se merecería Miguel Induraín, que lo ha ganado cinco veces? Y, ahora, por haber ganado la selección española de baloncesto el Campeonato del Mundo, ¿tendremos que encajar en una urna a cada jugador y llevarlos de casa en casa como antaño se hacía con la Virgen y así eternamente?

Cierto es también, que la sociedad suele acordarse de uno cuando fallece, en cuyo momento vuelven los halagos, los panegíricos y las declaraciones más rimbombantes y clamorosas hacia el finado, a quien, en vida, se le mantuvo en el ostracismo y el olvido más cruel y lamentable, y como queriendo acallar su conciencia, el Consejo de Gobierno de la Comunidad de Madrid ha acordado conceder la Medalla de Oro a Blanca Fernández Ochoa, a título póstumo, para reconocer la trayectoria de la esquiadora madrileña. ¡A buenas horas, mangas verdes!

MIGUEL-ÁNGEL VICENTE MARTÍNEZ

18 de Septiembre de 2.019

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