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Cruzar la línea roja (I)

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 24 de diciembre de 2014, 01:31h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente

Cuando se emplea esta alocución, nos estamos refiriendo a la existencia de unos límites a la actuación de una persona, límites impuestos por la ley, por la moral, por la justicia en definitiva, límites que en todo tipo de actuación de una persona jamás deben sobrepasarse, so pena de incurrir en una flagrante ilegalidad o, cuanto menos, ilegitimidad o inmoralidad. Se presume que toda transgresión de los citados límites acarreará la sanción correspondiente y la restauración del orden contravenido a la situación de hecho anterior a dicha trasgresión.

Pues bien, existe una línea roja que nadie y menos aún el Gobierno, puede traspasar, sobre todo porque éste es el garante, con arreglo al mandato constitucional, de ese orden que no debe ser alterado por la acción u omisión de persona alguna y caso de serlo procurar el restablecimiento del mismo. Para eso existe un Gobierno y una Administración Pública dependiente del mismo y que se nutre de los impuestos que son recaudados, en su caso, manu militari, y que se derivan del trabajo y del sudor de la frente de los ciudadanos, que, en aras del mantenimiento de la paz social y la feliz convivencia de la sociedad, están dispuestos a aportar a la Caja Pública de Caudales, sobre la que debe existir una muy prudente, transparente y rigurosa administración y más aún disposición, porque el que gobierna y administra lo hace como mandatario de la voluntad del pueblo revelada en las urnas tras cada cita electoral, y a esa voluntad se deben los integrantes de ese Gobierno y esa Administración, la cual debe ser respetada, cuidada e informada con exquisito rigor y oportunidad. Y no es que nos estemos inventando algo nuevo ni exijamos algo que exceda de las fuerzas de la naturaleza del hombre que gobierna y administra, antes al contrario, si, realmente, tal como se repite hasta la saciedad y recordándonos, como si fuéramos tontos, que nos hallamos ante un país, España, que “se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” (artículo 1 de la Constitución Española, dixit), esa misma Ley de Leyes, la Carta Magna, atribuye al Gobierno “la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes” (artículo 97), y exige a la Administración Pública que sirva “con objetividad los intereses generales” y “actúe de acuerdo con los principios de eficacia, jerarquía, descentralización, desconcentración y coordinación, con sometimiento pleno a la ley y al Derecho” (artículo 1.03.1), y en este mismo sentido, “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico” (artículo 9.1) y “la Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos” (artículo 9.3). Finalmente, y cerrando el círculo, el artículo 106.1 de la Constitución Española, establece que “los Tribunales controlan la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de ésta a los fines que la justifican”.

  Pues bien, si un Estado de Derecho y Democrático, tiene como base fundamental y sine qua non, la separación de Poderes, a saber el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, tal como proclamara Montesquieu, mal podemos predicar aquéllos calificativos, “de Derecho y Democrático”, en un Estado en el que la independencia de los citados poderes brille por su ausencia, tal como ocurre, en la actualidad y desde el año 1.985, en que se cambiara la Constitución por el Ejecutivo de Felipe González, y se atentara clamorosamente contra esa independencia, permitiéndose que los miembros de los órganos de dirección y control de los Jueces y Altos Tribunales, fueran designados por el Legislativo y, en definitiva por el Ejecutivo, pues sabemos que aquél está sometido a éste, mediante una injerencia de todo punto reprobable, ilegítima y escandalosa, que permite mover a su capricho el tablero del ajedrez judicial, tal como ocurre con el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional, todo ellos, prácticamente, intervenidos por el Ejecutivo de turno, mediante el reparto de cuotas partitocráticas y cuyas consignas son seguidas a pies juntillas por todos los partidos políticos que se dan a sí mismos vela en este entierro, a la manera como los ratones guían ciegamente la estela marcada por el flautista de Hamelín o alineándose todos a una, como en Fuenteovejuna. Y este perverso y execrable sistema, ha sido aquilatado aún más, si cabe, por la reforma llevada a cabo, contra todo pronóstico, por contravenir el programa del Partido Popular con el que se ha aupado al Poder a Don Mariano Rajoy Brey, por el dimitido ex Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, que aún ha puesto más a prueba la paciencia de la ciudadanía, no sólo por contravenir y contradecir una promesa más, de obligatorio cumplimiento en base al contrato electoral, aunque ya sabemos que promesa tras promesa ha venido siendo incumplida por el Gobierno y el Partido Popular, sino por su mera y simple contravención y contradicción con las disposiciones que se desgranan por todo el articulado de nuestra Carta Magna, y que obligan al mantenimiento escrupuloso, total y estricto de la independencia entre los tres poderes a que nos venimos refiriendo: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Si a ello añadimos, que el propio Gobierno elige directamente, por sí y ante sí, a la otra gran pata de la justicia, cual es el Fiscal General del Estado y el funcionamiento de la Fiscalía se organiza y funciona bajo un férreo sistema jerárquico, pues apaga y vámonos, quedándonos, en cualquier caso con un Estado de Derecho formal, pero inexistente en la vida real, lo que nos alinea, por mucho que a algunos les parezca una coz en sus partes nobles o pudendas, con las repúblicas bananeras y bolivarianas. O sea, que no estamos tan lejos de los Maduro y Compañía.

Y algo que adoba y ratifica ese meter el hocico por parte del Gobierno en el ámbito de la jurisdicción, ahí está el recentísimo cese, disfrazado de dimisión, del que era Fiscal General del Estado, Eduardo Torres-Dulce, lo que supone, además, como pone de relieve Javier Pérez Royo, en El País, “un indicador de la enorme degradación institucional en la que estamos inmersos”, aventurando en el candidato a sustituirle “un perfil semejante al del presidente de RTVE, en el que el carácter servil sea el elemento constitutivo de su personalidad”. En esa línea parece perfilarse la nueva Fiscal General del Estado, Consuelo Madrigal, la cual, aunque la Vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáinz de Santamaría, destaque su currículum irreprochable y preconice que “está garantizada una Fiscalía autónoma y profesional”, estas alabanzas, viniendo de quien vienen, más bien garantizan un “más de lo mismo”, porque, ¡¿uién a estas alturas de la película, que ya se dirige a las mismas entregas que las del Señor de los Anillos, va a tomarse en serio las proclamas de Sorayita, como si no estuviéramos curados de espanto?. No es de extrañar que el cargo del Fiscal General del Estado venga siendo denominado Fiscal General del Gobierno.

MIGUEL-ANGEL VICENTE MARTINEZ

  24 de diciembre de 2014

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