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Esto, hay que pararlo (III)

Por Miguel Ángel Vicente
martes 16 de junio de 2015, 22:33h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente

En materia de tributos, el artículo 31.1 de la Constitución Española de 1.978, proclama que “todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio”. Exige este precepto, por tanto, la implantación de un “sistema tributario” para el sostenimiento de los gastos públicos, “inspirado en los principios de igualdad y progresividad” y “de acuerdo con la capacidad económica” de cada cual, rematando con “que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatrorio”. Importante este último punto, ya que confiscar, aparte de su sentido normal de apoderarse la autoridad de los objetos de un delito, por ejemplo, droga o contrabando, tiene ese otro sentido peyorativo, de castigo, de quitar o retener por las buenas o las bravas, suponiendo más bien una expropiación indebida y contra ley, asfixiante para el ciudadano, y en uso y aplicación del “imperium” y de la “auctoritas” de que se invisten los actos de la Administración Pública. Hablando en sentido vulgar, viene a exigir que el sistema tributario no sea de tal manera injusto y atrevido que deje al ciudadano al pairo, a la intemperie, en bolas, porque, a la manera como sucedía en la Edad Media, haya de entregar todo el producto obtenido con el sudor de la frente al Señor Feudal, dejando al pueblo sumido en la podredumbre y la indigencia. Pues bien, sistema tributario justo y no confiscatorio, a lo que unimos la interdicción de la “arbitrariedad de los poderes públicos” que consagra el último inciso del artículo 9.3 de la propia Constitución Española y nos encontraremos con la receta idónea para que, contribuyendo todos justa, equitativa y progresivamente, al sostenimiento de los gastos de la Administración Pública, ésta por su parte evite la confiscación y se abstenga de actuar arbitrariamente, saltándose la ley a la torera y tratando al ciudadano no como tal, sino como un súbdito sometido a los dicterios caprichosos y vehementes de quienes, habiendo jurado o prometido cumplir las leyes, se vayan por la tangente y acaben exprimiendo al contribuyente, usando y abusando del poder que les ha sido conferido, precisamente, por éste.

Y es que, hay que dejar muy claro, repito, que los primeros obligados a cumplir y acatar la ley son los poderes públicos, los cuales, contrariamente, en esta España de nuestros días, el que alcanza un cargo o carguete se cree el dueño del universo o, como poco, de la Tierra Media, investido de poder absoluto para hacer de su capa un sayo, cuando en realidad, ya lo hemos visto, debe ser el primer ciudadano, ejemplarizante y tratar con respeto, honor y dignidad al ciudadano de a pie, que es, a la postre, quien paga y satisface su remuneración y, consiguientemente, aquél es un servidor, o debería serlo, con humildad,  de éste. Pero para llegar a esto en esta España nuestra, que continua helándonos el corazón, aún nos queda mucho por recorrer.

En este punto, hay que poner de manifiesto que no porque se aprueben por ley ciertas normas fiscales, éstas gozan de legitimidad y sobre todo de constitucionalidad para que los ciudadanos las tengamos que soportar como una espada de Damocles sobre nuestras cabezas, pareciendo, en no pocas ocasiones, que estamos abandonados a nuestra suerte, pues pocos son los que se plantean ciertas cuestiones que perjudican a los ciudadanos enormemente y que, sin embargo, se dan por válidas y buenas, y toca cumplirlas so pena de ser aplastado por esa maquinaria implacable en que las terminales recaudatorias de las Administraciones Públicas se han convertido. Y aquí, hay que poner de relieve, un aspecto importantísimo de deficiencia, cuando no de ilegalidad, de nuestro sistema tributario en general. Y es que, si queremos cumplir y ser escrupulosos cien por cien con el mandato constitucional contenido en el artículo 31.1 de nuestra Constitución, anteriormente trascrito y superficialmente analizado, hay un principio general que, en muchos casos, se incumple o se pasa por encima del mismo, simplemente porque beneficia a la Administración Pública, y es, yo diría que de cajón, el de que el hecho imponible para que goce de esta naturaleza y sea hábil para ser objeto de imposición, debe ser “REAL, VERDADERO, EXISTENTE”, que se palpe, que se vea, que se sienta, y no, en modo alguno, como ocurre en no pocos casos, “PRESUNTO, SUPUESTO, HIPOTETICO”, y, en realidad, sólo existente en la mente calenturienta del legislador tributario en aras de esa voracidad recaudatoria, de esa ansia de recaudar, de ese deseo de esquilmar al ciudadano y no dejarle respirar por ningún recoveco de ese sistema. Pongo por caso, dos situaciones, que no producen renta ni beneficio alguno al contribuyente y, sin embargo, por arte de birlibirloque, le suponen una imposición, a mi juicio, indebida y, en no pocas ocasiones, esquilmatorias, o sea, tendentes a sacarle el dinero u otros bienes a una persona de forma abusiva. Uno de ellos, es el de considerar como ingreso del contribuyente, como renta, el porcentaje que se aplica sobre el valor catastral de los inmuebles urbanos no constitutivos de vivienda habitual y no arrendados, cuyo resultado se aplica como imputación de renta en el IRPF, incrementándose, de una manera falaz, la base imponible y, por tanto, la cuota tributaria, cuando el adquirente de esos bienes ha contribuido a la creación de riqueza y paga religiosamente el Impuesto sobre Bienes Inmuebles (IBI). Y otro, acaso más sangrante, aunque lo son todos, es el de considerar la existencia de incremento patrimonial, por la diferencia entre el valor de adquisición y el de transmisión, en las donaciones u otros actos a título gratuito, lo que supone para el transmitente, generalmente, un pago importante, también en el IRPF, cuando, en realidad, no se produce ningún incremento patrimonial, sino al contrario, un empobrecimiento del que se desprende del bien transmitido y, por tanto, debiéndose, en su caso, computarse como pérdida patrimonial. Son hechos imponibles inexistentes, porque no existe ni renta ni incremento patrimonial, en uno y otro caso, que se perciba y que realmente, de verdad, contante y sonante, incremente la base imponible del contribuyente. Y más , aún, sobre el incremento patrimonial, después de la tan cacareada reforma fiscal llevada a cabo el pasado año por el ínclito Sr. Montoro, que, prometiendo, una vez más, rebajar los impuestos, ante las  borrascosas expectativas electorales municipales y autonómicas para el PP, ha hecho, como siempre, lo contrario, y ha dado una vuelta de tuerca confiscatoria, incluso, , a los casos de transmisiones onerosas, suprimiendo los coeficientes de abatimiento y los coeficientes correctores para atemperar el valor de adquisición al momento en que se produce la transmisión, haciendo tabla rasa y dejando al ciudadano con un palmo de narices, pero eso sí, abriendo una vía de ingresos excesivos a favor de la Caja Pública de Caudales, siendo el tipo impositivo, sobre la diferencia de valor de adquisición-transmisión, aún en los casos de transmisiones onerosas, esquilmatorios y confiscatorios. Y es que cuando se mueve un euro, allí que comparece la Administración Pública para llevarse la mayor tajada, sin haber tenido arte ni parte, aunque, a decir verdad, lo que es parte, parte, sí y ¡qué buena parte!.

MIGUEL-ANGEL VICENTE MARTINEZ

17 de junio de 2015

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