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Irresponsables (I)

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 17 de enero de 2018, 06:45h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente

El término irresponsable tiene una doble vertiente. Según el Diccionario de Uso del Español, de María Moliner, en una primera de ellas, se predica de una persona como “no responsable, por su edad o por otras circunstancias”. Pone como ejemplo: “los menores de edad son irresponsables”, o sea que no se les puede pedir responsabilidad al considerarse que no han accedido, por su edad, a un estado juicioso. Y en una segunda vertiente, ese mismo Diccionario considera que el dicho término “se aplica a la persona que actúa u obra en un caso determinado sin sentir responsabilidad de lo que depende de ella o de lo que hace”. En esta segunda acepción, se aplicaría a quien actúa u obra, teniendo capacidad suficiente, de un modo irreflexivo, insensato, imprudente, loco (en sentido metafórico) o inconsciente.

En resumidas cuentas: o una persona es irresponsable por no poder serle exigida responsabilidad alguna en atención a su estado de capacidad (minoría de edad, incapacidad mental, etc.); o una persona es irresponsable, porque, aunque tenga el grado de capacidad suficiente para poder serle exigida responsabilidad por sus actos, actúa consciente y deliberadamente y con conocimiento de causa, de esa manera antedicha de inconsciencia, insensatez, imprudencia, o irreflexiva, pero sabiendo las consecuencias que de esa forma de actuar se pueden derivar y le pueden ser exigidas, o sea, asumiendo su responsabilidad y debiendo responder, civil o penalmente, de sus actos.

Pues bien, dicho lo anterior, es evidente que al que actúa imprudentemente, irreflexivamente, insensatamente o inconscientemente, teniendo plena capacidad de obrar y sabiendo lo que hace o lleva entre manos, debe serle exigida la responsabilidad derivada de sus actos y, en la medida de lo posible, sancionar esa conducta y serle exigida la reparación del daño o mal derivado de su alocada manera de actuar. Y ello, es válido para todo tipo de personas que, como he dicho anteriormente hayan adquirido la capacidad jurídica, por habérsele atribuido la personalidad, de una parte (haber nacido, con figura humana y haber vivido, al menos, veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno, tal como sancionara el artículo 30 del Código Civil, en su redacción originaria, hasta su reforma en 23 de Julio de 2.011, suprimiendo la referencia a lo de la figura humana, quizás para amparar a todos aquellos que, aun naciendo con vida, una vez producido el entero desprendimiento del seno materno, admitan duda sobre si su figura se asemeja más a la de un animal, a la de una bestia o  a la de un monstruo que a la de un hombre, y no quiero mencionar ningún ejemplo que, seguramente, esté en la cabeza de quien esto esté leyendo) y, de otra, de reconocimiento de la capacidad de obrar, o sea, que bien por su edad o por su estado mental, no sea responsable de sus actos, teniendo que estar bajo la salvaguarda, en este caso, de los progenitores que ostenten la patria potestad o de un tutor o de un protutor, según los casos.

Y todo lo anterior ha de ser observado y exigido en un Estado de Derecho, Democrático y Social, o más brevemente, en una Democracia, de la que tanto nos vanagloriamos en este país, aún hoy, a duras penas, llamado España, y todo ello por el mero hecho de que existe una Constitución, cuando, en este caso como en tantos otros, el  hábito no hace al monje, porque Constituciones tienen muchísimos países (léase, entre otros, Venezuela, tan vituperada por todo político español que se precie) y en los que la libertad y, en definitiva, el respeto a los Derechos Humanos, rayan por su ausencia y son conculcados cotidianamente. Pero, hete aquí, que cualquier plumilla de tres peras al cuarto o cualquier politicastro (que este es el calificativo que merecen nuestros políticos, sin excepción por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social, tal como contempla el artículo 14 de nuestra Constitución) no se contienen, ni se interrogan, ni se atienen a contemplar si, en realidad y de verdad, en este país, ya dicho, nos hallamos ante una verdadera, auténtica y real democracia, sino que despachan, como se despacha a un toro descastado, con una faena de aliño para salir del paso, manifestando, alto y claro, y sin ruborizarse que “en España, afortunadamente, existe una democracia”, y encima lo adornan, añadiendo “consolidada”, mas ya sabemos que hay estómagos agradecidos por doquier (sobremanera en relación con quien ostenta el poder), respecto de los primeros, y respecto de los segundos, tal como se suele decir, va en el cargo. Siempre hay que estar para unos y otros a lo políticamente correcto, en una situación tal cual si estando ya el Titanic doblado sobre sí mismo y a punto de hundirse, con miles de sus ocupantes, al fondo del mar, siguiendo los acordes de la orquesta del mismo (que dicen que no dejó de tocar hasta el final), nos ilustraran con declaraciones de la guisa de que “sin novedad a bordo y seguimos viento en popa”. Claro que, con estos mimbres y estos pelos, así nos luce el pelo, valga, en parte, la redundancia.

Y es que, en este país, la capacidad de sorprenderse, un día sí y otro también, con noticias que debieran ponernos los pelos (y seguimos con la zona capilar, aunque pudieran referirse  también a otras partes del cuerpo humano), como escarpias o de punta, realmente ha dejado de existir, porque a cada disparate, se añade un disparate mayor y siempre pensando en el siguiente, que será mayor que el último, podemos decir que ya estamos curados de espanto y esa capacidad sorpresiva, por tanto, acaso descansa ya en el fondo del océano como lo hace el Titanic hace ya  más de un siglo.

Por ello, lo que posiblemente sería el detonante para ponernos en guardia y hacer saltar por los aires este mojigato modo de coexistencia que nos hemos y nos estamos dando, incluido el esperpento de la Unión Europea (que no es sino otro invento de seguir adelante sin saber adonde vamos, con el objetivo de negar la mayor y desunir más bien que unir a sus Estados miembros y seguir ninguneando a los ciudadanos), nos deja sumidos en el sueño de Morfeo, impávidos, amorfos, sin capacidad de reacción ni respuesta algunas, porque ya hemos asumido aguantar sobre nuestras espaldas todo lo que nos echen encima, sin rechistar, como unos bueyes cualesquiera, contraviniendo los maravillosos versos del poeta oriolano, Miguel Hernández, en su poema “Vientos del pueblo me llevan”: “No soy de un pueblo de bueyes, / que soy de un pueblo que embargan / yacimientos de leones, / desfiladeros de águilas / y cordilleras de toros / con el orgullo en el asta. / Nunca medraron los bueyes / en los páramos de España...”. Pues no, hijo, no, Miguel, esto era en tus tiempos, pero en la actualidad estamos imbuidos de un relativismo y calzonacismo impío, corrupto, miserable, que ha convertido a los españoles en lo que tú defendías que no lo eran, en puros bueyes, en puras bestias de carga y arrastre, para cargar con todo lo que nos gobiernan tengan a bien echar sobre nuestras espaldas, convirtiendo el tragar carros y carretas, el tragar con ruedas de molino, el creer que los burros vuelan, en un aquelarre diario que, poco a poco, está deshilvanando este tejido tupido e impenetrable que debe envolver una sociedad adulta, solidaria, capaz de afrontar retos del futuro, en pro de una convivencia digna, moral, noble y decente, en la que todos sus miembros, sin excepción, pudieran mantener enhiesta la frente sin tener que agachar la cabeza ni esconderse de nada y de nadie. Pero eso, sería en otros tiempos, porque por el camino que hemos tomado, el destino no puede conducir a nada bueno, si es que, a día de hoy, aún haya quien se atreva a no poner en almoneda ese calificativo de “humano”, que ya empieza a estar muy en duda el seguir manteniéndolo.

MIGUEL-ANGEL VICENTE MARTINEZ

                            17 de enero de 2018

 

          

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