Según el Diccionario de Uso del Español, de María Moliner, el término “orgullo” queda definido como “Sentimiento de satisfacción de alguien por cosas propias a las que atribuye mérito o por cualidades propias que considera superiores a las de otros”. Así lo expresa el dicho Diccionario, en sentido “no reprobatorio”, y como se desprende de la definición antedicha nos encontramos ante un sentimiento propio de una persona, con arreglo a sus propios parámetros y sensaciones, y como es lógico, puede variar hasta la saciedad, de acuerdo con las exigencias y valoraciones que esa propia persona, ella y sólo ella, hace de las cualidades que según su pensar y sentir acaban dándole pie para alcanzar un orgullo personal e individual. Lo ejemplifica el propio Diccionario con dos ejemplos: “Siente un legítimo orgullo por su obra. Sus hijos le llenan de orgullo”.
Mas el término tiene también su significado en el ámbito “reprobatorio”, el cual, según el susodicho Diccionario significaría “Sentimiento y actitud del que se considera superior a los otros y les muestra desprecio o se mantiene alejado de su trato” y también lo ejemplifica: “Tiene orgullo de clase”.
Pues bien, mientras que en el sentido no reprobatorio, podemos decir que todo queda en casa, nos enorgullecemos de que nuestros hijos saquen buenas notas, que aprueben una oposición, que consigan un trabajo estable y bien remunerado, en compensación al esfuerzo, a la dedicación, al sacrificio, que todo ello conlleva, en el sentido reprobatorio sale nuestro “ego” a la palestra, queremos alardear ante los demás de aquello en base a lo cual nos consideramos superiores, ítem más, conlleva un desprecio hacia los demás, considerándonos superiores, en la mayoría de los casos sin fundamento y sin tener en cuenta que, quizás, los demás bien pudiera ser el caso de que nos dieran sopas con onda, porque, aunque no prediquen su excelencia, probablemente, la tengan y superior al que alardea de tenerla, porque, en realidad, el que posee las virtudes que le impulsan a ser superior a los demás, tiene la modestia y la sencillez de comportarse normalmente y lo que ha conseguido lo guarda para sí, y, en su caso, sus allegados, pero no necesita proclamarlo a los cuatro vientos, contrariamente a aquellos que carecen de las mismas y se hacen acreedores al refrán que sentencia: “Dime de qué presumes, y te diré de qué careces”, refrán en el que nos sitúa Luis Junceda, en su Diccionario de Refranes, Dichos y Proverbios, editado por Espasa: “Es común achaque de los mediocres blasonar justamente de aquello de que carecen. Por eso Napoleón, que lo sabía, a cierto oficialillo al que, por azar le preguntó una vez qué grado tenía, como este le respondiese con entono que el de capitán, “pero con madera de mariscal”, le despachó así: “Está bien, capitán, cuando necesite mariscales de madera, os tendré en cuenta”.
Y remata el Diccionario de Uso del Español, de María Moliner, dentro de este vocablo, asignándole los siguientes sinónimos: “Altanería, altivez, arrogancia, soberbia”.
En definitiva, que no hay que andar alardeando, publicando y publicitando, a bombo y platillo, el orgullo que nos concierne, que debería quedar en la esfera privada, lejos del mundanal ruido, más complicado es convencer a los mediocres, a la masa cretinizada a que se refiere regularmente Juan-Manuel de Prada, de este aserto, y seguirán incurriendo en el error de querer dar a entender lo que no son, o siéndolo, no le interesa a nadie entrar en ese conocimiento, pues como he dicho anteriormente, todo esto debe formar parte de la esfera privada y de la intimidad, y el que lo es, es, y el que no lo es, no lo es, por más que nos machaque los oídos con sus logros y bienaventuranzas.
Pues bien, toda esta introducción viene a cuento en cuanto a la escenificación que el consagrado Día del Orgullo Gay, se viene celebrando anualmente en la Capital de España, con una cabalgata chabacana, zafia, ordinaria, vulgar, soez, grosera, burda y cateta, en el que unos miles de individuos vestidos de mamarrachos quieren poner de manifiesto ante la sociedad entera el orgullo que sienten por considerarse “gays”, cuestión que ya debieran haber superado, en cuanto en nuestra legislación se permite sin ningún tipo de trabas, el matrimonio homosexual, sin que por serlo se les consideren ciudadanos de peor condición que un heterosexual y asimismo en la propia Constitución les reconoce sus derechos, con carácter general, al proclamar en el artículo 14: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, SEXO, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Por tanto huelga seguir reclamando derechos, que ya los tienen, como unos ciudadanos más, y se ahorraría la Comunidad de Madrid un gastazo, sobre todo el de la Limpieza, pues estos señores serán lo que sean, pero guarros y marranos un rato largo, porque, por donde pasan, lo dejan todo hecho un estercolero, como el caballo de Atila, que donde pisaba no volvía a crecer la hierba.
En cualquier caso, no tiene sentido grabarse en la frente la condición sexual de nadie, que a nadie importa, y que, en cualquier caso, debe quedar en el ámbito privado, pues a nadie, fuera de los interesados, interesa saber lo que otros hacen en la cama o en el sofá, sus prácticas sexuales y si la meten por delante o por detrás. Más parece, por el cariz político que tomó la última cabalgata, o sea, la última celebración del Día del Orgullo, con la aparición como motor y director de orquesta del Ministro del Interior Grande-Marlaska, que, simplemente, por razón de su cargo, debiera procurar la seguridad de la ciudadanía, alentando a la masa a arremeter contra la delegación de Ciudadanos que, con Inés Arrimadas a la cabeza, tuvo por conveniente participar en la citada cabalgata de la que tuvieron que salir, cuando pudieron, echando leches, ante el peligro de sufrir una agresión física de calado, pareciendo que el ser homosexual sea patrimonio de la izquierda, con lo que ya, de entrada, ellos mismos, se echan tierra encima y contravienen gravemente su postulado de libertad y de tolerancia que exigen a los demás, negando el pan y la sal a quienes no comulgan con sus ideas, demostrando que los intolerantes y fanáticos son ellos.
Y no se sabe bien qué quieren demostrar, con esa cabalgata, en realidad, un espectáculo ridículo, grotesco, adefésico, esperpéntico y estrafalario, incitando a una bacanal o a un aquelarre, a un totum revolutum, lo que no hace sino retratar fielmente a sus actores, como un conjunto de pervertidos, depravados y degenerados, que haberlos, haylos también entre los heteros, pues el verdadero y auténtico homosexual, que merece toda mi consideración y respeto, no hace alharacas de su condición (como tampoco las hacen los heterosexuales) y mucho menos se transmutan en unos mamarrachos, y huye más bien que acepta, de este tipo de manifestaciones sin sentido en la España actual. Ni yo, por ser heterosexual, soy más que Grande Marlaska, ni Grande-Marlaska es más que yo por ser homosexual, o sea, maricón, tal como le tildara la Ministra de Justicia, Dolores Delgado, sin que se vinieran abajo los palos del sombrajo.
MIGUEL-ANGEL VICENTE MARTINEZ
17 de julio de 2019