Casos de requerimientos infundados, fuera de plazo, contrarios a la ley y al sentido común, puede decirse que se dan todos los días, contando siempre, como condición sine qua non, con el poder coercitivo derivado de las “auctoritas” y el “imperium” de que la Administración Pública se rodea e inviste, y contra cuya maquinaria, puesta en marcha, no hay quien pueda. Si a ello unimos el aura de amedrentamiento que se ejerce sobre el ciudadano, apaga y vámonos.
Y por si fuera poco, nos encontramos con otro apartado, digno de estudio y análisis, cual es la constante y paulatina desfuncionarización de que es objeto la Administración Pública, en el sentido, no de que ésta se quite y se desprenda de funcionarios, sino todo lo contrario, que manteniendo el cuerpo funcionarial en su aspecto burocrático, ha movilizado a la ciudadanía (como si de una guerra se tratara) para realizar funciones funcionariales, valga la redundancia, estableciendo el servicio funcionarial obligatorio, a la manera como, en su día, se estableció el servicio militar obligatorio. En principio y por ello existe la Administración Pública, en la que se incardinan los poderes públicos, y por ello se pagan impuestos, amén de por subvenir a los servicios sociales que aquélla y aquéllos tiene obligación de prestar, también y en importantísimo porcentaje de los fondos de la Caja Pública de Caudales, son para atender el gastazo que supone mantener un cuerpo de funcionarios públicos, distinguiendo dentro del mismo aquellos que tienen por objeto prestar dichos servicios (maestros, profesores, médicos, etc.) y aquellos otros que se incardinan dentro del aparato burocrático de la Administración, es decir, los que están en oficinas. Pues bien, de un tiempo a esta parte, se observa cómo las funciones propias de ese cuerpo burocrático se van trasvasando a los propios ciudadanos de a pie, de tal manera que aquéllos, siendo su razón de ser y existir prestar un servicio a éstos, que para eso cobran, se van viendo liberados de su trabajo, que, a la postre y en definitiva, acaba siendo realizado por el ciudadano de a pie como he apuntado y sobre cuya cabeza se descarga el mismo. Un ejemplo clamoroso y que clama al cielo, sin paliativos, lo constituye el obligar al ciudadano de a pie a que se practique la liquidación de los impuestos que el mismo ha de satisfacer, lo que se llama “autoliquidación”, de tal manera que el ciudadano tiene que asumir la responsabilidad de autoliquidarse (en todos los sentidos del término), sin saber de fiscalidad y respondiendo de la más que posible metedura de pata, quedando el funcionario de turno (al que se le paga para esa función) liberado de ese trabajo, y después ya vendrá Paco con las rebajas. Desde luego, cierto es el refrán, según el cual “cualquier tiempo pasado fue mejor”, pues yo, por mi profesión, cuando ingresé en el cuerpo notarial, le entregaba la copia de la escritura correspondiente al cliente y éste se personaba en la sede de la Hacienda Pública y allí que la dejaba depositada, contra el recibí correspondiente, y al cabo de unos días se le comunicaba el importe del impuesto a satisfacer por la operación realizada y se le instaba a su ingreso y a que pasara a retirar la copia que allí depositó, en la que figuraba un cajetín con la liquidación del impuesto practicada, y debajo del mismo la firma del liquidador, el Abogado del Estado, que es a quien por ley correspondía y era el experto para practicar la liquidación de impuestos. Ahora, con el Estado de las Autonomías (caótico, por otro lado) y la transferencia por parte del Estado a éstas de competencias, la firma sería del Liquidador que corresponda según la normativa que rija en cada uno de los “reinos de Taifas”, en que se ha convertido el Estado Autonómico. Pero, ¿por qué, un particular, un ciudadano de a pie, tiene que inmolarse, prácticamente hablando, y asumir la competencia de aquél funcionario a quien ese mismo ciudadano le está pagando, y asumir él mismo la responsabilidad de hacerlo bien o mal, sin contraprestación alguna? Dirán que dicho ciudadano se busque la vida, o sea, que vaya a un asesor fiscal a que le haga la faena, mas esto, que es lo que pasa en la mayoría de los casos, ya encarece un tanto el montante que al final ha de pagar el consumidor, al que, por cierto, tanta normativa al respecto para salvaguardar sus derechos y luego viene la Madre Administración y lo abandona y lo deja a la intemperie y le niega como San Pedro negó tres veces a Jesucristo el día de su Prendimiento. Esta solución no supone sino una doble imposición a cargo del ciudadano, que se ve cornudo y encima apaleado. ¿No se vulneran los principios constitucionales con esta forma de actuar por parte de la Administración? ¿Dónde están los Defensores del Pueblo, nacional y autonómicos, donde los haya? ¿Dónde las autoridades y los organismos que deben velar porque los derechos del ciudadano no sean atropellados impunemente y vea agravada su situación y quede en el desamparo? Una forma más agravada de ese trasvase del trabajo burocrático de la Administración Pública hacia el ciudadano lo constituye el hecho de que ya no pueda presentarse en papel, por ejemplo, la declaración de la renta y haya que hacerlo vía telemática, lo que se extenderá con el tiempo, más pronto que tarde, a todas las ramas de la Administración Pública, obligando, hasta a los que no saben (o no quieren) hacer una “o” con un canuto, a enfrascarse en el mundo de la informática. Bien puede decirse, por tanto, que en España, todo ciudadano es funcionario de la Administración Pública, sólo que, unos cobrando, y otros, sin cobrar, trabajando y asumiendo una inmensa responsabilidad, y es que en muchas ocasiones se nos viene a la mente la pregunta de ¿para qué sirven los poderes públicos?, que, como vemos, más que para servir al ciudadano, existen para su beneficio propio, un modus vivendi cómodo y muy gratificante económicamente hablando. No me extraña que quienes deban dejar el cargo tras unas elecciones se vayan poco menos que llorando y suplicando a su superior un puesto donde seguir chupando de la teta pública y, a ser posible, desde donde pueda seguir, puteando al ciudadano de a pie.
MIGUEL-ANGEL VICENTE MARTINEZ
1 de Julio de 2.015