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Radiografía de un país (I)

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 16 de enero de 2019, 04:46h

Este país, aún hoy, a duras penas, llamado España, ha de helarnos el corazón y arrostra esa sentencia, también machadiana, de la España de charanga y pandereta, pues el descrédito, el desprestigio y el desdoro de las, prácticamente, todas las instituciones del Estado, en realidad, ha tocado fondo y corren y vuelan como las palomas que se sueltan en algún que otro evento, en señal y recordatorio de la paz y el amor. Bien pudiera decirse que aquí, a día de hoy, no se salva ni Dios, que ya es decir y ya es traslucir el alcance de la confianza, la incredulidad y el escepticismo que marca el día a día de la convivencia social y el funcionamiento de unas instituciones, Monarquía y Administración Pública en general, incluidas, lo que no redunda sino en perjuicio de unos ciudadanos, que como el Cid Campeador juraran fidelidad a su señor y se ofrecieran como vasallos, incluso heridos de muerte y también efectivamente muertos, a mayor gloria de la Nación y sus mandamases.

Pero, analizando ese día a día, a vista de pájaro y a ras del suelo, para que no quede fuera de nuestro observatorio el más mínimo resquicio, que, acaso, nos hiciera dudar acerca de nuestras aseveraciones, hemos de concluir que aquí, en esta España de nuestros amores y desamores, en este país en el que, en tiempos de Felipe II, no se ponía el sol, y que se convirtió en el mayor Imperio jamás soñado por jerifalte alguno, envidia de nuestros coetáneos colindantes o no, de entonces y de ahora, vemos cómo, sin solución de continuidad, a velocidad de crucero, cuesta abajo y sin frenos, los pilares básicos, los fundamentos, los basamentos esenciales sobre los que debe apoyarse y fundamentarse, sin espacio para excepción alguna, se resquebrajan, se desmoronan, se agrietan, se fracturan, y más temprano que tarde, si es que no es ya, acabarán derrumbando y aniquilando lo que venimos en llamar, más por petulancia y vanidad, Estado de Derecho, Democrático y de Bienestar Social, con la aquiescencia cretinizada de la masa popular, convencida de que porque cada equis años los que mueven los hilos de los títeres nacionales, nos convoquen a las urnas y caigamos en la creencia de que nuestro voto (¡da risa, pensarlo así!), nuestro en este caso mísero voto, es decisivo para cambiar el rumbo de nuestro destino y nos congratulamos de colaborar en esa estúpida triquiñuela, felices de haber contribuido a la fiesta, nos dicen, y que nos lo creemos a pies juntillas, de la democracia, quedando encantados de habernos conocido y dejando que los políticos de turno nos coman el coco y, además, agradecidos. Quizás pudiera repetirse y de hecho ya se dan todos los ingredientes para ello, la escena de la destrucción de Sodoma y Gomorra por el fuego infligido como castigo por Dios y de la que no se salvó salvo Lot, un único justo de entre toda la población golfa y pecadora y cuya mujer también cayó, convirtiéndose en estatua de sal, por desobedecer las consignas divinas de no mirar hacia atrás.

Y podemos empezar por el análisis de los Partidos Políticos, que a la postre, son la nutriente de los Poderes Ejecutivo y Legislativo, esos dos Poderes que junto con el Judicial deben convivir interdependientes entre sí para que podamos con la boca grande proclamar que, en verdad, nos hallamos ante un verdadero y auténtico Estado de Derecho, tal como lo vaticinara el Barón de Montesquieu, como premisa necesaria y sine qua non para alcanzar ese fin último y supremo de una Democracia con todo su peso y significado.

Pues bien, en la base de todo ello fluye la Carta Magna, la Ley de Leyes, la Constitución, que aprobamos con bastante desconocimiento en 1.978 y en la que de subterfugio y soterradamente Adolfo Suárez nos metió el Régimen Monárquico, o sea, la Monarquía Parlamentaria como forma política del Estado Español (artículo 1.3) y proclamando enfáticamente que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político” (artículo 1.1) y remachando con que “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” (artículo 14), siendo, acaso, este artículo (y no el único) el que queda convertido en agua de borrajas, pues como todos sabemos y empezando por la división territorial del Estado en diecisiete Autonomías, en cada una de ellas, los españoles son desiguales contrariando esa igualdad que no debe ser abolida por razón de nacimiento o de empadronamiento en una u otra, amén del distinto tratamiento de imponer, en materia de violencia de género, más pena al varón que a la hembra por los mismos hechos (otra grieta por razón de sexo), y así podríamos llegar hasta la saciedad. Mas, vamos a centrarnos en el tema de los Partidos Políticos, los cuales en “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos” (artículo 6, último inciso), amén de colocarlos nuestra Constitución en la cúspide de la estructura democrática del país y del que se espera cumplan bien y fielmente la función que, por fundamental en el organigrama democrático, les atribuye y exige la propia Carta Magna. Pero, aquí, de nuevo, encontramos una falla y extraordinaria, casi imposible de salvar por mucho que disimulemos, miremos para otro lado o nos hagamos los despistados. Porque esa estructura partitocrática que trata de imbuir nuestra Ley de Leyes a esas organizaciones llamadas partidos políticos, en su fuero interno, incumplen gravemente el mandato constitucional de que en su estructura y funcionamiento deben ser democráticos y si para el caldo de cocido debemos hacerlo con un pollo sano y bien nutrido y a ser posible de corral, para que el resultado sea para chuparse los dedos, si le endilgamos una rata, más que para chuparse los dedos esos dedos nos los meteremos en la boca, pero será para vomitar hasta el cuajo. Y es que, en realidad, esos mastodontes llamados partidos políticos se han convertido en verdaderas máquinas de alcanzar el poder y con éste la pasta que conlleva el hacerse con la llave de la Caja Pública de Caudales y poder hacer de la misma de su capa un sayo, porque el funcionamiento de los mismos deja bastante que desear, ya que realmente estos entes se han convertido más en sectas en las que la sumisión, la obediencia, el acatamiento y el sometimiento a la figura del jerifalte de turno raya en la vergüenza más absoluta, pareciendo todos los adláteres verdaderas marionetas que bailan al son que toca aquél, que acaba por ser intocable y cuyas gracias hay que reír hasta que salten los dientes y la obediencia ciega hasta caer por un precipicio si aquél lo exige. Todos recordaremos aquella famosa diatriba del que fuera Vicepresidente del Gobierno con Felipe González, Alfonso Guerra, de que “aquél que se mueva, no sale en la foto”, y más gráficamente lo ponía de manifiesto un chiste de Caín, en el Diario “La Razón”, en cuya viñeta se contemplaba el rostro cariacontecido de un militante que se quejaba de la siguiente guisa: “una tendinitis me dejó fuera del partido, ya no podía aplaudir al líder con el entusiasmo de antes”. O sea, una verdadera vergüenza, una anticonstitucionalidad como una catedral o la copa de un pino, plasmada sangrante y vergonzosamente, en lo que se denomina “disciplina de partido y voto”, en el sentido de que los diputados (y diputadas) no son libres de votar con arreglo a su conciencia, sino que deben acatar, como militares, las consignas que se deriven o se afloren desde la capitanía del partido, siendo uno de los ejemplos más lamentables la votación que sobre la seudoreforma de la Ley del Aborto (que así nos la quiso meter Don Mariano Rajoy), en su día, se exigió por el partido la disciplina de voto, y los seis o siete diputados, que, o se abstuvieron o votaron en contra, fueron defenestrados y purgados como en los mejores tiempos de la Inquisición. En realidad los jerifaltes de los partidos políticos se han convertido en verdaderos vendedores de crecepelo, a la manera como se estilaba en tiempos del lejano Oeste americano, pues de su boca no sale verdad alguna y lo único que buscan es engatusar al ciudadano desavisado o bobo, para sacarle rédito a través del voto. Vergüenza da verlos prometiendo lo imprometible y tomándole el pelo a la generalidad de los ciudadanos, dándose baños de masas, como estrellas de la canción, con una egolatría que no se la salta un galgo y con un morro que se lo pisan, aunque aquí no hacen otra cosa que pornopolítica, conduciendo al país, no hacia la Tierra Prometida como hizo Moisés respecto del Pueblo Hebreo, sino a la hecatombe, la destrucción, y hacia el crujir y chirriar de dientes.

MIGUEL ANGEL VICENTE MARTINEZ

16 de enero de 2018

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