Siempre han sido los cementerios lugares de respeto, recogimiento y oración, lugares donde los parientes y conocidos de los allí instalados, de los que yacen en su última morada, después de haber pasado por una vida, larga o corta, según la edad en que la siniestra parca haya tenido a bien (en este caso, diríamos que a mal) elegir la persona que la ha de acompañar en su viaje hacia el más allá. Lugares donde un silencio sepulcral, nunca mejor dicho, acompaña como una sinfonía insonora, a quienes se adentran allende sus muros buscando ansiosamente la tumba de ese familiar, de ese conocido, de ese amigo, querido en vida y al que no queremos dejar en el olvido y como un signo de rebelarnos contra su separación de la convivencia con los mismos en el día a día, de la cotidianidad diaria, que sin ellos se nos antoja vacía, huera, sin sentido, sumiéndonos en un dolor sólo consolable con que un día, quizás más temprano que tarde, volvamos a encontrarnos, en el sempiterno cielo, en el más allá, en un lugar en que todo sea paz, alegría y sencillez, lejos de la algarabía, de los pecados capitales que nos hacen menos buenas personas, lejos de la avaricia, de la envidia, de la mezquindad, del egoísmo, de la ruindad, de la miseria y de la sordidez que, en una u otra medida, nos corroe y nos hace, en muchas ocasiones, caer en la depresión, en la infelicidad, en el abatimiento, en el desánimo y en el desaliento, pues vemos, aunque en cabeza ajena, que todos nuestros anhelos y desvelos de riquezas y sobreabundancia, patina y queda inerme, cuando nos llega la hora de rendir cuentas ante el Altísimo, sin que ese afán de acaparar, de conseguir, de avanzar, aunque sea pisando a los demás y pasando por encima de ellos, todo queda en la tierra y no nos llevamos siquiera nuestro propio cuerpo, que acabará convirtiéndose en polvo.
Todos, quizás, ante la tumba del amado, recordamos la Elegía que el oriolano, Miguel Hernández, dedicó a Ramón Sijé, tras su muerte: “Yo quiero ser llorando el hortelano/ de la tierra que ocupas y estercolas,/ compañero del alma, tan temprano.”/ Como un modo de homenajear hasta el último momento a ese ser querido que nos ha dejado un vacío, en principio, irrellenable e insustituible. Y nos inunda un sentimiento de dolor inconsolable, de dolor hondo y profundo, que nos hará envejecer unos años, siguiendo con Miguel: “Alimentando lluvias, caracolas/ y órganos mi dolor sin instrumento/ a las desalentadas amapolas/ daré tu corazón por alimento./ Tanto dolor se agrupa en mi costado, /que por doler me duele hasta el aliento/…” Y como una negativa a reconocer la realidad, triste y desgraciada, de la pérdida del compañero, negándonos a creer en su desaparición física, aunque no espiritual, tratando de seguir adelante, como si nada hubiere pasado y como si ese mismo compañero siguiese a nuestro lado, nos lo reproduce muy fielmente el final de la Elegía de Miguel Hernández: “A las aladas almas de las rosas/ del almendro de nata te requiero, /que tenemos que hablar de muchas cosas, /compañero del alma, compañero/…”
Pues bien, siempre, el Camposanto, como ya he dicho y le ocurre a la mayoría de los ciudadanos, crea en su entorno un aura de respeto, cuando no de miedo, temor o resquemor, que nos retrae en buena medida a dejarnos caer por el mismo, a veces, incluso, de aprensión, pues no en vano allí se absorbe un clima de silencio, de soledad, en cierta medida, de frialdad, lo que hace que se cumpla lo que ya nos alumbró otro inmortal poeta, Gustavo Adolfo Bécquer, con aquella admonición, contenida en su rima LXXIII: “¡Qué solos se quedan los muertos!”, aunque el mismo también reconociera que “Solitario, triste y mudo/ hállase aquel cementerio;/ sus habitantes no lloran/… ¡Qué felices son los muertos!”. Y sin dejar de lado la famosa canción de Mecano, según la cual: “Y los muertos aquí lo pasamos muy bien, entre flores de colores./ Y los viernes y tal/ si en la fosa no hay plan,/ nos vestimos y salimos./ Para dar una vuelta/ sin pasar de la puerta eso si,/ que los muertos aquí,/ es donde tienen que estar,/ y el cielo por mí,/ se puede esperar/…”
En fin, que hay gente que le tiene un cierto yuyu a los Camposantos. No era uno de ellos mi abuelo materno, Antón, Antonio Martínez Gómez (cuchillero de la cuchillería albaceteña), que mandó construir un panteón para la familia, y que, respetuoso con sus ascendientes, allí enterrados, y amante de las flores, lo tenía rodeado de rosales y algunas otras especies, lo que requería, sobre todo en verano y primavera, que rindiera numerosos viajes al Cementerio de Albacete, a fin de regarlas y cuidarlas y hacer injertos mil, siendo yo su nieto preferido (quizás el único) para acompañarle en tal tarea y, en cierto modo, ayudarle, así que por la noche me decía: “Miguel-Ángel, mañana vamos al cementerio”, y a la mañana allí estaba yo, con un bocadillo y él con el suyo, porque salíamos temprano para evitar los calores del día, y almorzábamos en el Camposanto, bebiendo agua de la fuente próxima al Panteón, del que se sentía orgulloso, y le complacía que frente al mismo se levantase el Panteón donde están enterrados el inigualable maestro Manuel Jiménez Díaz “Chicuelo II” y su hermano, picador, Ricardo, desgraciadamente fallecidos, tempranamente en plena gloria, en accidente de aviación en Jamaica, y justo a la izquierda de nuestro Panteón, el mausoleo donde está enterrado el también matador de toros, Juan Montero, igualmente desaparecido en accidente, en este caso automovilístico. Me cogía de la mano, y ¡hala!, a paso ligero, al Cementerio, por cuyas excursiones mi padre reconvino un día a mi madre, diciéndole que el Cementerio no era lugar para un crío: “¡dile a tu padre que no se lleve más al chiquillo!”, y como quien oye llover, las idas y venidas al cementerio siguieron. La verdad, es que yo, iba con un cierto canguelo, precisamente por ese halo de misterio y de enigmático que para mí representaba el citado Camposanto, donde creía que en cualquier momento podría encontrarme con un hueso por el suelo, y ciertamente y lo reconozco, que me daba cierto repelús beber del agua de aquella fuente, que, acaso y cierto que será, la más limpia y nítida que se pueda imaginar. Pero yo, en aquélla época, tenía siete u ocho años, o quizás menos, y luego más, porque seguimos con ese guión hasta que mi abuelo murió.
Mas el ser humano, que siempre está al loro y al acecho de ver cómo hacer negocio y obtener ganancias y sacar petróleo de donde no hay más que piedras, ahora, aunque ya ha habido algunos Camposantos (por ejemplo, el de Vila-Real-Castellón, en el que la Concejala del Cementerio, en su día, María-José Valtueña, recopiló toda la información sobre las personas ilustres cuyos restos mortales se hallan enterrados en la necrópolis de tal localidad, para crear “una ruta por el cementerio” con “el objetivo de que las personas que hicieron grandes cosas por la localidad tengan un homenaje póstumo en el Cementerio”), lo ha programado el Cementerio Madrileño de la Almudena, que va a realizar por el mismo visitas guiadas para turistas, a fin de recorrer sus dependencias y observar los enterramientos de gente famosa y lo artístico de muchos Panteones o sepulcros, y como relata en su libro “Aquí yace… o no” (Oberon), Marta Sanmamed “hasta hace poco, era rarísimo que hubiese actividades culturales. Han surgido paseos nocturnos, con una vela o una linterna; representaciones teatrales, proyecciones de películas y conciertos. Fuera de España, hasta se han abierto bares y restaurantes dentro de los cementerios”. Hay carreras entre las tumbas, como la de San Juan, en Granada; el cementerio de Poblenou, en Barcelona, celebró en 2.016 una competición fotográfica; o el caso de Ciriego, en Santander, que presume de juntar a los difuntos con la tecnología: recientemente elegido finalista del Concurso de Cementerios de España, cuenta con una aplicación y códigos QR para ir descubriendo con el móvil (no podía faltar esta herramienta bajo ningún concepto) todas las anécdotas sepultadas. Realmente la fiebre crematística, el amor al dinero, conjugados con la megalomanía de muchos hombres y mujeres, acabarán con la tranquilidad, el sosiego, el silencio respetuoso que, por regla general, se han venido observando y respetando en los Camposantos, lugares de duelo, de dolor y de llanto, y convertirán a los mismos en teatros y circos removiendo el sueño de sus ocupantes, que deben estar hasta el gorro de este desenfreno, de esta falta de respeto, para con los muertos. El paso siguiente supongo que será trasladar al Camposanto el botellón y abrir una discoteca. Bien vale recordar la frase que proclama: “Dejad que los muertos descansen en paz”.
Albacete, 22 de Agosto 2.018
MIGUEL-ÁNGEL VICENTE MARTÍNEZ