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Final de la Copa del Rey. Una reflexión sobre los símbolos del Estado

Por Onofre R. Contreras
martes 22 de abril de 2014, 09:57h
Onofre R. Contreras
Onofre R. Contreras

Hace algunos días que los aficionados al fútbol y, hasta los menos aficionados, hemos tenido ocasión de contemplar un extraordinario acontecimiento no sólo deportivo sino también social y hasta político. Ciertamente que ya estamos acostumbrados en los últimos años a que la final de la Copa del Rey de fútbol sea un encuentro muy politizado en donde los nacionalismos periféricos hacen gala de un gran poder de convocatoria para ofender gravemente a las instituciones del Estado español expresadas a través de sus símbolos.

Han sido varias las propuestas sugeridas para evitar que se agravie a aquellos españoles que se sienten como tales en los años en que dicha final es disputada por un equipo de los territorios con afán independentista, sin embargo, ninguna medida ha sido adoptada y el Jefe del Estado, el himno y la bandera vuelven a ser humillados impunemente por los que piden comprensión y a cambio proporcionan intolerancia  y ausencia de respeto.

Sin embargo, este fenómeno es único en nuestra España, ya que otros países de nuestro entorno sometidos también a tensiones separatistas no padecen situaciones parecidas, por lo que habría que preguntarse cuál es la causa que motiva este tipo de comportamientos. Desde mi punto de vista un argumento no menor es, sin duda, la falta de asentamiento popular de los símbolos del Estado, la escasa identificación del pueblo con la simbología nacional.

En efecto, si revisamos brevemente el proceso de implantación de nuestra bandera constataremos como tiene su origen en la disposición de Calos III en la que se ordena que todos los buques de guerra españoles tengan dicha divisa y sólo tras un proceso lentísimo se establecerá en 1908 su implantación obligatoria en todos los edificios públicos. Sin embargo, su existencia no es pacifica ya que durante la I República se sustituye por la bandera tricolor compuesta de rojo, blanco y morado. También la bandera roja en 1855  en el marco de movimientos revolucionarios. A ellas habría que añadir la propuesta por Sabino Arana para su partido denominada ikurriña en 1894 o la de los  nacionalistas catalanes que reivindicaron la senyera.

El panorama de las banderas a principios del siglo XX no puede ser más confuso lo que redunda claramente en su escaso valor simbólico.  No obstante, aún hay que consignar dos cambios de singular importancia como son el ordenado por la II Republica y el promovido tras el triunfo del Régimen de Franco. En el primer caso se añade al rojo y gualda el color morado por referencia a Castilla. No obstante, el general Franco restablece la bandera rojigualda como expresión del nuevo Estado radicalmente distinto al que se pretende sustituir, a los que se añade el yugo y las flechas, y el águila además de otras expresiones.

Como es bien sabido toda esta simbología se revisa con la caída del régimen y el advenimiento del nuevo orden constitucional de 1978, en dónde destaca el famoso episodio en el que el Presidente Suárez pacta con Santiago Carrillo la normalización democrática de todos los partidos políticos, la monarquía constitucional y los símbolos del Estado.

Visto el proceso podríamos afirmar sin miedo a equivocarnos que el Estado español ha seguido un camino incierto y presidido por el desacuerdo en la determinación de la forma que debe ostentar el más grande símbolo de la unidad nacional. Seguramente ha hecho más por la popularización de la bandera la selección española de fútbol que ningún ente público. Ha sido la “roja” la que ha llegado hasta lo más profundo de los sentimientos de pertenencia a la nación española.

Otro tanto ha ocurrido con el himno nacional. Ciertamente, de manera totalmente diferente a cómo otros países de nuestro entorno, como es el caso de Francia o Reino Unido, consiguieron crear y estabilizar sus himnos nacionales en España no ocurre igual. En efecto, el origen de nuestro himno es el ofrecimiento de la partitura del rey de Prusia a Carlos III que será convertido por Real Decreto de 3 de Octubre de 1870 en “Marcha de honor española” que, sin ser  exactamente un himno nacional,  podría suplirlo a falta de otras composiciones musicales más adecuadas. Sin embargo, dicha pieza musical no fue del agrado de todos, pues entre otras cosas carecía de letra, por lo que no fueron pocos los intentos de sustituirlo a través de diferentes concursos populares durante la I Republica.

A su vez la Marcha Real tuvo que convivir durante algunos períodos con el Himno de Riego y pronto se sumaron a la disputa la Internacional, los himnos anarquistas y los de los nacionalismos periféricos como Els Segador y otros hasta que en 1908 la Marcha Real fue declarada himno nacional. Sin embargo, siempre ha carecido de letra salvo el corto período de tiempo en que se usó la creada por José Mará Pemán que pronto fue suprimida.

Una vez más han sido los seguidores de la selección española de fútbol los que han popularizado el lo, lo, lo con el que se acompaña a la música de la Marcha Real y que en algunos casos, como es el último al que nos referimos, sirve para contestar y ahogar la pretendida afrenta de los que pitan el himno de España.

En un momento de crisis, no sólo económica, sino también política es preciso emprender acciones que fortalezcan nuestros símbolos constitucionales, ahora ocupados casi en exclusiva por los de las Comunidades Autónomas. Los poderes públicos deben poner en marcha acciones que asienten nuestros signos distintivos y a ello deben colaborar partidos políticos, sindicatos y todas las organizaciones del entramado constitucional de manera que superemos la historia de caos y desacuerdo desde el consenso popular y representativo.

Onofre R. Contreras Jordán

Catedrático de la Universidad de Castilla-La Mancha

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