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Ayer, murió mi madre

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 11 de enero de 2017, 04:09h
Miguel Ángel Vicente
Miguel Ángel Vicente

Aunque, en realidad, fue el día 5 de este mes de Enero, a las diez de la noche (22 horas, post-meridiem), Noche Mágica de los Reyes Magos de Oriente. Aún así, siempre será ayer, mirándolo desde hoy, desde mañana y desde pasado mañana, pues siempre quedará esa, ¿fatídica?, fecha en el calendario de mi vida, y pese a la edad que tenía, 94 años (Albacete, 26 de Noviembre de 1.922), perder a una madre, siempre, siempre, independientemente de la edad y por más esperado que sea el luctuoso acontecimiento, marca una muesca en ese calendario que sigue corriendo por nuestras venas, pues como se ha dicho y redicho y no huelga por repetición, ¡madre, madre, no hay más que una! Y siempre, por ello, será irreemplazable, pues no están a la venta en ningún supermercado o gran superficie de la tierra y, en su caso, quizás, no hubiera dinero para poder comprarla, y menos aún, por imposible, “minar  la tierra hasta encontrarte y...desamordazarte y regresarte”, tal como expresa su deseo Miguel Hernández, en su Elegía a la muerte de su gran amigo del corazón, Ramón Sijé, sin que no quede más remedio que seguir viviendo queriendo “ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas”,  como última morada, tal como enfatiza el poeta oriholano en la preindicada Elegía. No nos quedará, por tanto, más remedio que buscarte, para seguir viviendo contigo, en el recuerdo y en el pasado, hasta donde sea capaz de retrotraernos nuestra mente y nuestra memoria, para poder tenerte presente y mantener conversaciones aparcadas en su día y manifestar deseos insatisfechos y dejados para otro día, día que ya no llegará ni será posible, a lo que llegamos tarde pensando que la vida es eterna en la tierra y que nuestros pies estarán pisándola eternamente, imposible será, mientras “pajareará tu alma colmenera por los altos andamios de las flores”, como sentencia, ahíto de dolor y desconsuelo, el cabrero de las Nanas de la Cebolla. ¡Tantas cosas, en vida, se quedaron en el tintero, sin que sea posible empapar en el mismo la pluma para seguir escribiendo el día a día de una vida que, al menos, en esta vida, valga la redundancia, ha dejado de existir!. Sólo, en el recuerdo y en el consuelo que es capaz de darnos a los creyentes la fe y la devoción en Dios Todopoderoso, podremos seguir platicando y, consiguientemente, viviendo en tu compañía, a la sombra de aquella higuera, ya desaparecida, de nuestro patio de la casa de la calle de la Feria, número 52 y hoy 54, fecunda higuera que plantara, en su día, tu padre y abuelo mío, como un estandarte de continuidad del futuro sobre las espaldas de las venideras generaciones, a una de las cuales yo me vinculo y me ahormo como un penitente, respetuoso y obediente nazareno en procesión continuada y sin solución de continuidad. Que es ley de vida, sí, lo reconozco, pero duele verse impotente para poder asirse y agarrarse a lo que, por repetido, consideramos no finito, siendo así que la vida de este mundo se nos escapa como se escapan  las manos de quien desde un navío cae por la borda a las profundas aguas de la mar brava, ante la impotencia y debilidad de nuestras manos para asir las suyas e impedir que el desgraciado suceso se produzca. Quizás esa sea la medicación, ese sea el remedio, creer que nunca se acabará nuestra cotidianidad y paso por la tierra, para poder seguir levantándonos cada mañana y hacer frente a los retos que cada día nos pone al frente, aunque, como digo y repito, todo llega y la muerte, por segura desde que nacimos, también, llenándolo todo de pesar, de congoja, de abatimiento, del que sólo podemos levantarnos pensando y creyendo que existe ese Más Allá, ese Paraíso al que nuestros pasos, de una manera consciente en algunos casos y casi siempre inconscientemente, tienden, y es lo que nos sirve de consuelo, es lo que nos da la fuerza física y espiritual, para seguir el día a día de nuestras vidas hasta su final.

Ahora, en esa fecha dicha al principio, te ha tocado a ti, madre, aunque, pese a todo y tanto desconsuelo que nos invade, tuviste una larga y fecunda vida. Cierto es que un hecho que, quizás, marcó tu vida tempranamente, fuera el que tu primera y primogénita hija, hermana mía antes de nacer yo y mis hermanos actuales, María del Carmen, falleciera a los tres o dos años de edad, de esa enfermedad que, por la época de su nacimiento, fuera el no contar con los adelantos y remedios medicinales de que hoy gozamos en abundancia, y de la que morían infinidad de niños, sin llegar a disfrutar de su infancia, como la disfrutamos nosotros. Antes he dicho que madre no hay más que una y he dejado intuir el dolor que la pérdida, temprana o tardía, de la misma, deja en el corazón y en el alma de los hijos y demás seres queridos. Pero, por no haberlo vivido y espero que ese cáliz pase de mí, creo que no hay nada comparable en el dolor y en la tristeza, que la pérdida de un hijo o hija, y más en esa tierna infancia en que todos se parecen a un ángel del cielo. Debe marcar ese hecho, para toda la vida, de una manera indeleble, como nos marca el bautismo o la marca, a hierro y fuego, en un ternero o una oveja, y el sufrimiento, el padecimiento, y el desconsuelo no tienen parangón con ningún otro mal ni tienen remedio que calme o cure el espanto de una tragedia, que eso es, una tragedia, para toda la vida. No obstante, tú tuviste fortaleza para continuar, hasta el punto de que dejas siete hijos vivos, que seguiremos la estela de tus enseñanzas y consejos, y a los que cuidaste y educaste con la gran ayuda de tu hermana Conchi (fallecida el día de Reyes del año 2.004) y con la que congeniabas y te entendías perfectamente, sin dejar de lado a tu esposo y padre mío, Francisco, que había de ingeniárselas, como tantos otros, en aquellos tiempos de posguerra, duros y fríos como el mármol, para sacar adelante a tan numerosa camada. Sé que tu vida no ha sido un camino de rosas; sé que en la misma, no dejarán de haber luces y sombras, aunque creo haya habido más de las primeras que de las segundas, éstas, causadas, las más de las veces, sin conciencia ni intención y que la balanza se inclina claramente en positivo. Yo, por mi parte, en lo que pudiera afectarme, todo estaba perdonado de antemano, así como creo, tú perdonabas nuestras faltas, sin tenerlas en cuenta jamás. Hubo muchos días de felicidad, en tu larga vida, para ti y para nosotros, y esos, esos son los que verdaderamente haya que conservar y preservar en el recuerdo mientras nosotros vivamos, hasta que nos visite la parca, que esperamos sea lo más tarde posible.

Mujer de entereza sublime, tuviste, como tus padres, especialmente tu madre, una firme y fuerte creencia, convicción y fe en Dios Todopoderoso y en nuestra Madre Universal, la Virgen María Santísima, y su hijo Jesucristo, Redentor de la Humanidad. De rosario diario, como tu madre, con el que entre tus manos exhalaste el último suspiro de vida y de fiel cumplimiento de los Mandamientos de la Ley de Dios. Especial devoción a tu Santo, a San Antonio de Padua, amparo de los objetos extraviados, cuya imagen en pequeña escultura de escayola, sosteniendo en brazos al Niño Jesús, presidía tu dormitorio y velaba por tu sueño y tus sueños y seguirá velando desde el altar del Panteón que acogió tu cuerpo desde el pequeño altar del mismo. Mujer de una generación tendente a desaparecer, con firme creencia en la existencia del Mas Allá. Quisiste descansar junto a tu esposo, dejando escrito que te enterraran junto a él.

No quiero extenderme más ni con más detalles, entre otras cosas, porque los lectores dirán y pensarán que “a mí qué me importa esta historia”, pero era de ley hacer y decir algo y romper una lanza por quien nos dió la vida. Sólo reseñar que moriste con una enorme tristeza, pues tras tu caída en la imposibilidad física, albergabas la idea de que alguna de tus cinco hermosas hijas (me excluyo y excluyo a mi hermano Antonio-Enrique, porque así lo pensabas tú) te acogiera en su casa y te cuidara en tus últimos años, como tu hermana Conchi cuidó a tus padres hasta el fallecimiento de ambos o como tu cuñada Virtudes, cuidó de los suyos, tus suegros, hasta el fallecimiento de los dos, renunciando en ambos casos a su propia vida, pues ambas estaban y murieron solteras, con esa dedicación, exclusiva, a la atención a sus progenitores. Varias veces dejaste caer tu pesar porque ninguna de esas cinco hembras se echara para adelante. No obstante, ten en cuenta y lo habrás comprobado desde el Más Allá, que las viviendas de hoy en día no reúnen condiciones, como las de antaño, para ser la sede de un patriarcado o matriarcado, que las mujeres de hoy trabajan fuera de casa, que todas tus hijas tienen su respectiva pareja y prácticamente todas, también hijos, e, incluso, nietos, y que la idea o la costumbre ancestral y arraigada en las familias de confinar a una de las hijas en la casa familiar, intrigando su soltería, para que el día de mañana cuidara de sus ascendientes, ha pasado a la historia, no sólo por lo antedicho, sino también porque tal comportamiento destrozaba la vida de la elegida, a la que se impedía desarrollar su vida normal e, incluso, el matrimonio, por ese afán, casi monacal, de destinar su vida a la atención de sus progenitores, siendo, por tanto, hoy impensable, en la mayoría de los casos tal acometida. En cualquier caso, no has quedado abandonada y desterrada, pues en tu propia casa has estado asistida debida y adecuadamente y has gozado de las visitas regulares de tus siete hijos, nietos y biznietos. Seguramente, desde el cielo, habrás comprendido la imposibilidad de atender ese, diríamos, casi último deseo y nos habrás perdonado a todos.

Mujer de inteligencia natural, inquieta, pintora, escritora, poeta, artesana, inventora y de un buen humor fuera de lo común. Con enorme visión de futuro, nunca tenido en cuenta, como cuando en los años 60 propusiste a mi padre comprar esos desiertos de arena fina que en aquella época eran las playas vacías y naturales del litoral levantino, como Campoamor, entre otras. ¡Qué pelotazo hubiéramos dado!.

Solamente reseñar un dato, que pone de manifiesto tu carácter afable, ingenioso, chistoso y yo, diría, que, a veces, hasta cachondo, aun en espera de tu propio desenlace final, cuando encontramos un sobre, en un cajón de tu casa, en el que, manuscrito, de tu puño y letra, indicabas: “Mi testamento”, y empezabas el escrito contenido en su interior de la siguiente guisa: “Cuando muera (si es que muero alguna vez)...”

Y quizás tengas razón, porque aún sigues y seguirás viviendo en nuestros corazones y en nuestras almas, por los siglos de los siglos. Descansa en paz, madre, y que Dios, espero y deseo, te haya acogido en su seno.

MIGUEL-ANGEL VICENTE MARTINEZ

  11 de enero de 2017

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