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La ejemplaridad de la corona

Por Miguel Ángel Vicente
miércoles 01 de julio de 2020, 04:45h

Haciendo un inciso en la Saga que nos viene ocupando, entramos en una materia candente. Es evidente que, conforme a la Constitución Española, aprobada por Las Cortes en sesiones plenarias del Congreso de los Diputados y del Senado, celebradas el 31 de Octubre de 1.978, ratificada por el Pueblo Español en referéndum el 6 de Diciembre de 1.978 y sancionada por Su Majestad el Rey (Don Juan-Carlos I) ante Las Cortes el 27 de Diciembre de 1.978 y como proclama la misma en el punto 3. de su artículo 1º: “la forma política del Estado Español es la Monarquía parlamentaria”.

A este respecto, hay que añadir que, como a los niños, cuando hay que darles un medicamento que, por lo normal, no es del gusto de los mismos, se le añade algún aditamento para hacerlo tragar de una, incluso, a veces tapándole la nariz, de la misma manera, al Pueblo Español (que cuando se emplea en estos términos, a los mandamases y demás ralea de la ente política, se les llena la boca de agua, aun cuando el Pueblo les importe un bledo, se legisle, por lo común, de espaldas a los intereses generales de ese Pueblo y sólo se acuerden del mismo cuando se avecinan elecciones del tipo que sean, Generales, Autonómicas o Locales), tratándole como a un chiquillo, al que se le presume incapacidad para decidir por sí mismo y necesitado de curatela, cuando no de tutela, por quienes se consideran poseedores de la piedra filosofal y de su ascendencia sin mácula de pecado original, se la metieron hasta el corvejón (articulación de las patas posteriores de los cuadrúpedos, entre el muslo y la caña, según el Diccionario de Uso del Español, de María Moliner) y, además, doblada.

Y ello, porque, en los preámbulos sobre la preparación y redacción de la Carta Magna antedicha, llevada a cabo por los llamados “Padres de la Constitución” (a saber, Gabriel Cisneros, Miguel Herrero de Miñón, José Pedro Pérez-Llorca, Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé, Manuel Fraga, Miquel Roca), plantéose la dicotomía acerca de si, por un lado, iría el texto constitucional, y por otro, aparte del mismo y como un apéndice, se sometería, también, quizás, como herramienta primera, a referéndum, el dilema de “si monarquía sí, o monarquía no”, y como se temiera que el citado “Pueblo Español”, en uso de su libre albedrío, decidiese mandar a hacer gárgaras al entonces Rey de España, Don Juan-Carlos I, sobre cuyo resultado parece que debieran haber tenido a mano serios derrotes hacia el resultado negativo, se llegó a la conclusión, de hacer tragar al Pueblo Español, ese bolo constitucional, de un golpe y sin capacidad de plantearse la cuestión sobre la elección de la forma política del Estado Español, atendiendo a que debido al ansia de libertad y de democracia que se intuía en la médula de ese Pueblo, se aprobaría el texto constitucional como un cuerpo único y no escindido, buscando la manera de que por ese arte de birlibirloque, quedara consolidada como forma política del Estado Español la Monarquía Parlamentaria, en manos, repito, entonces, del Rey Don Juan-Carlos I, al que por cierto, se le colocó en ese pedestal por el denigrado anterior Jefe del Estado, el Generalísimo de los Ejércitos, Don Francisco Franco Bahamonde que, además, se dedicó e implicó en la educación y formación de aquél, prácticamente desde su infancia, para sobrellevar sobre su cabeza la Corona de España, una vez se produjera el óbito de quien le impulsó a tan alto cargo de la Nación. O sea, que, tratando de huir de todos los fantasmas que a los constituyentes se les plantearon y se les aparecieron durante las largas sesiones para escribir las sacrosantas palabras que llenaran de contenido un Texto Constitucional, a la manera de las auténticas y consolidadas democracias occidentales, no les dolieron prendas al asumir la decisión última del que fuera, durante cuarenta años, la máxima autoridad de la Nación. Y así, es como, a la manera de los niños cuando se les administra un fármaco, por lo general de mal sabor o de sabor a rayos, se le camufla el mismo bajo la apariencia de un caramelo, que es, a la postre, el gol que nos metieron los Padres de La Constitución, ante el temor de que el Pueblo hablase (“habla pueblo, habla pueblo”, según la famosa canción de Jarcha, convertida en himno de la Transición) en términos republicanos, valiéndose de que en aquella época no existía el “VAR”.

Así es como de esta manera, Don Juan-Carlos I, Rey de España, tras la dictadura del Generalísimo, quedó entronizado como tal, sin mácula alguna de pecado original (por su ascendencia, nunca mejor dicho, franquista) y se le adornó, para más inri, de unas prerrogativas, en cierto modo anticonstitucionales, aunque las recoja la propia Constitución, en su artículo 56.3 inciso primero: “La persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.” Por cierto que estas prerrogativas han salido a colación muy recientemente en relación con el caso “Corinna”, en el que el Rey Emérito, actualmente, se halla inmerso, a cuenta de las presuntas comisiones ilegales que recibió por el asunto del Ave a La Meca, y el traspaso de 65 millones de euros a la citada cortesana, y que, en relación, con la petición de llevar a una Comisión Parlamentaria la investigación sobre el tema, se han sacado a relucir, como escudo para salvar el culo del Emérito, según fuentes adictas al mismo, acerca de que aún en situación de Emeritoriedad, sigue gozando de los antedichos privilegios que consagra el primer inciso del artículo 56.3 de la Constitución Española, anteriormente transcrito: “inviolabilidad e irresponsabilidad”, siendo, acaso, estas dos prerrogativas una consecuencia derivada de la consideración de las Monarquías Absolutas, durante la Edad Media y Edad Moderna, como una ascendencia divina y, por tanto, considerar al Monarca como un Dios no sujeto a regla alguna, aunque con facultades para decidir sobre la vida y el patrimonio de sus súbditos. De momento, esa Comisión ha sido rechazada por el voto unánime de PSOE, PP y VOX, aun cuando en el ámbito judicial siguen las pesquisas por la Audiencia Nacional, en conexión con la justicia suiza.

Y ante este monumental escándalo, unido a los anteriores derivados del caso Noos, con Undargarín, yerno y cuñado, respectivamente, del Rey Emérito Don Juan-Carlos I y del Rey en ejercicio Don Felipe VI, y que se saldó con la expulsión de la Familia Real, del susodicho y de su esposa la Infanta Cristina, revocándoles el título de Duques de Palma, como si por una decisión humana pudiera irse contra las leyes de la naturaleza y borrar de una tacada las relaciones parentales y fraternales, de un plumazo y hacer borrón y cuenta nueva, y todo ello, con la intención de dar un puñetazo en la mesa en aras de la ejemplaridad que debe presumirse, y, además, inmaculada e íntegra, en quienes por ser quienes son, se erigen en los más altos cargos de la Nación, y quizás, también para nadar y guardar la ropa, pues en no pocos momentos, en la sobremesa, en La Zarzuela, se habría estado hablando de los trapicheos de la pareja repudiada, con el silencio de los demás parientes y, quizás, también con su implicación, como pudiera derivarse de que los Consejeros de la Casa Real eran los Consejeros de la pareja caída en desgracia, en estos asuntos.

Y, en ese hábito de querer seguir aparentando una inmarcesible honestidad y ejemplaridad, nuestro actual Monarca, Felipe VI (que se ha dedicado, en no pocas ocasiones con la colaboración de su esposa la Reina Doña Leticia, a dar palos de ciego durante la pandemia que nos ha atacado), ha vuelto a sacar sus ínfulas inquisitoriales y, por las bravas, ha desposeído de su asignación (con cargo a los Presupuestos de la Casa Real) a su progenitor, el Rey Emérito, Don Juan-Carlos I, en cantidad ascendente a 198.845´10 euros, que le correspondían en 2.020, y de los que ya había percibido 37.808´76 euros (sin que se sepa si le serán reclamados para su devolución), quedando un remanente por entregar de 161.636´34 euros, que no han sido devueltos a Hacienda, sino que han ido a ingresar el fondo de contingencia destinado a atender necesidades imprevistas de la Jefatura del Estado, o sea, que se lo ha quedado Don Felipe, que teniendo en cuenta la penuria por la que está atravesando el país, bien podría haberlos donado para atender necesidades sanitarias o de alimentación del depauperado Pueblo Español, pues con sus comparecencias vía plasma poco se resuelven aquéllas y éstas.

Y, además, el mismo día que adoptó esta decisión, “renunció a la herencia” de su progenitor, que esto sí que es un sudoku, pues conforme al artículo 991 del Código Civil vigente: “Nadie podrá aceptar ni repudiar sin estar cierto de la muerte de la persona a quien haya de heredar y de su derecho a la herencia.” Por tanto, el llamado a una herencia deberá asegurarse de la apertura de ésta, la cual se produce con el fallecimiento del causante del que proviene la misma, como primer requisito y, además, esencialísimo, pues no puede, de ninguna de las maneras, aceptar o repudiarse una herencia, sin que haya muerto aquél con cuyo fallecimiento se inicia el proceso sucesorio, y como segundo requisito la certidumbre de que quien pretende aceptar o repudiar la herencia ostente algún derecho en relación con la misma, pues es inocuo aceptar o repudiar a algo a lo que no se tiene derecho; es decir, ha de haber un llamamiento subjetivo del sujeto, como heredero para poder decidir acerca del acto de la aceptación o la renuncia o repudiación. Está claro, por tanto, que faltando el primer requisito, o sea, el del fallecimiento de la persona de quien se tiene derecho a heredar, la aceptación o la renuncia a su herencia es nula, o sea, inexistente, y cuando se produzca el fallecimiento cierto, aun habiendo renunciado en vida del causante, lo que será nulo de pleno derecho, no empece el derecho del llamado a su herencia para aceptarla sin ningún tipo de problema. Es por ello que causa extrañeza la propalación de que Don Felipe VI haya renunciado a la herencia de su padre Don Juan-Carlos I, y se dice, además, que ante Notario, que, de ser cierto, en su caso, sería ante el Notario Mayor del Reino, o sea, el Ministro de Justicia, Juan Carlos Campo, y que se repita y publicite, sin contención, por parte de los medios de comunicación, oficiales y privados, lo que esconde, en realidad, un intento de preservar inicua y falsamente la honestidad y la ejemplaridad impostadas de Don Felipe VI, haciendo creer al Pueblo Español, Llano y también al Rocoso, el esfuerzo y la grandeza de espíritu de quien sólo realiza un acto vacío de contenido, con la intención de poner de manifiesto ante la Plebe dichas virtudes, aun a sabiendas de que lo que hace y dice es contrario a la ley y por tanto, radicalmente nulo de principio a fin, tratando de hacernos comulgar con ruedas de molino, tragar carros y carretas y hacernos creer que los burros vuelan, siendo cómplices de tales ardides quienes por su profesión y función debieran estar alerta ante tamaños y descomunales desvaríos, con la finalidad de abrir los ojos al ciudadano de a pie, que es, a la postre, el perjudicado por este tipo de sucias jugarretas, que caen en el ámbito de la ignominia y la desfachatez más absolutas e impresentables. Por cierto, en la visita haciendo el panoli de nuestras Majestades los Reyes de España están girando a las Comunidades Autónomas, sin ninguna finalidad ni argumento, con la única intención de darse un baño de masas (y renunciando a la mascarilla mas de lo aconsejable), al barrio de las tres mil viviendas de Sevilla (que según dicen es el barrio más pobre), bien pudieran haber entregado la asignación requisada al Emérito, y hubieran quedado verdaderamente como unos reyes.

MIGUEL-ÁNGEL VICENTE MARTINEZ

1 de Julio de 2.020

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