La historia comienza cuando yo tenía siete años. Por la actividad laboral de mi padre, y de manera provisional, trasladamos nuestra residencia a Pozo Cañada. Aunque estábamos muy cerca de Albacete, echábamos de menos a la familia y amigos, pero pronto nos integramos en la vida y costumbres del nuevo lugar.
Los niños/as disfrutábamos de independencia, ya que podíamos jugar al aire libre y con total libertad, sin percibir que, en cierto modo, estábamos siendo controlados y educados por todo el pueblo. Esta situación permitía una interacción con todo el mundo, siendo capaces de identificar las necesidades sociales que existían en nuestra pequeña comunidad. Un importante aprendizaje y una situación idónea para desarrollar la tolerancia, comprensión, independencia, esfuerzo, compromiso... Obteniendo una visión muy amplia de la vida y entendiendo otras realidades desde muy pequeños.
«Siempre recordaré y llevaré en mi corazón a las buenas y acogedoras gentes de este querido pueblo».
Tuvimos una infancia muy feliz.
Pero... a pesar de mi corta edad, sentía miedo por la agresividad de una maestra (afortunadamente, rotábamos con varios profesores), ya que habitualmente gritaba y golpeaba con ímpetu su imponente regla en la mesa o en la mano de algún alumno. Hay muchas formas de inculcar responsabilidad sin recurrir al miedo, porque este nos paraliza.
En la historia de la humanidad el miedo nos ha servido, entre otras cosas, para evaluar situaciones que pondrían en riesgo nuestra vida. Abatir un animal en solitario y sin ningún instrumento con el que defenderse era un pase casi seguro para perder la vida. El miedo fomentó que se desarrollasen estrategias para cazar en grupo, minimizando considerablemente los riesgos y con una alta probabilidad de éxito. Esto nos fue muy útil para protegernos y evolucionar. En la actualidad, ese primitivo vestigio perdura en nosotros, causándonos dificultades e incertidumbres que, a veces, ni siquiera las sabemos gestionar adecuadamente.
Siendo muy joven, inicié una actividad laboral muy dura (que compaginaba con mis estudios de francés, pero que finalmente abandoné por falta de tiempo). Durante los años que trabajé, el miedo siempre estaba presente. Tuve un aprendizaje brutal, por el que pagué un alto precio. Era increíble la presión que sufría con malas formas y gritos. Cansada, y viendo que trabajar en esas condiciones era insostenible, debía tomar una decisión de manera inmediata. Después de reflexionar sobre esa situación tan angustiosa decidí revelarme contra esa tortura y, por fin, «me liberé de ella». Mi corazón albergaba dolor, pero nunca rencor. Pasado un tiempo, cerré esa puerta con la llave del perdón y la situación pasó a formar parte del relato de mi vida.
Aquella experiencia laboral tan penosa me hizo concebir que detrás de esas actuaciones irregulares algo no iba bien. Desafortunadamente, este tipo personas conviven en todos los ámbitos de nuestras vidas (sin dejar de entender que esta gente también son víctimas de su propia situación). Muchas de ellas padecen un desequilibrio emocional y social que causan mucho sufrimiento y temor a los demás con su inadecuado comportamiento.
A veces, las circunstancias nos ponen en situaciones que no deseamos, y cada uno, como puede, saca fuerzas inauditas para sobrevivir. Esto me lleva a preguntarme: ¿era necesario tanto sufrimiento para aprender? Realmente, no lo sé. Quizás me hizo más fuerte y, sin ser consciente de ello, cambió mi forma de entender las cosas, comprendiendo que lo que para unos era muy fácil, para otros resultaba muy difícil.
En algunas ocasiones, las promotoras de los cambios han sido las grandes empresas y corporaciones, ya que estas se percataron de que era más productivo y generaba un ambiente de satisfacción para todos, cuando se tenían en cuenta las necesidades emocionales y familiares de sus trabajadores (dejando obsoleto el antiguo modelo de directivos déspotas, agresivos y generadores de miedo). Además, esta transformación en la forma de pensar tuvo una importante repercusión en la sociedad, provocando de manera beneficiosa concebir desde otras perspectivas las relaciones humanas. Entre ellas, «la inteligencia emocional», impulsada por Daniel Goleman.
Desafortunadamente, en la actualidad han comenzado a proliferar centros de trabajo en los que de manera asfixiante se controlan los tiempos laborales de sus empleados, creando en ellos miedo y desesperanza por la presión sufrida. Mantener en el tiempo esta forma de trabajo no es viable para nadie.
Hay que entender que crear riqueza y contentar a todos no es fácil, sin contar con que los humanos cometemos errores. Todo forma parte de un proceso en el que no dejamos de aprender para mejorar, con lo que nuevamente brillará la sensatez. Estoy segura de que tarde o temprano estas empresas se reinventarán para bien, favoreciendo economías sostenibles que proporcionarán bienestar a la humanidad. A veces, menos es más.
Apreciado lector, lectora, ¡que nunca te paralice tu miedo! Tómate tiempo para reflexionar y poner toda tu inteligencia, energía y recursos en la eliminación de esa situación invalidante y perjudicial. Pero ¿cómo se hace eso? Cuando tengo algún problema, lo que realmente me calma es hablar de ello con personas muy queridas que siempre me aportan amor, seguridad y entendimiento. De esta forma, sin darme cuenta, estoy canalizando las dificultades de manera eficiente, fortaleciendo mi autoestima y mi fuerza de voluntad, favoreciendo notoriamente la esperanza, la alegría y el entusiasmo para seguir adelante.
Posiblemente, mis vivencias han hecho que esté muy sensibilizada y sea incansable en defender los buenos modales y la educación. Hay dos maneras de decirle a alguien que ha cometido un error: de forma comprensiva y constructiva, o destructiva y generando miedo. Me decanto por la primera.
Cada día hay más personas concienciadas que defienden la amabilidad y el entendimiento.
Esto es lo que deseo y la forma en la que quiero vivir.
Sé feliz.